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No se suele tener suerte dos veces, pero yo la tuve: soy una islabenturera repetidora. Fui seleccionada en la segunda edición de IsLABentura La Palma y ahora también formo parte de esta segunda edición de IsLABentura Canarias. Sí, siempre la segunda. No es casualidad, el número dos es importante en esta historia.

La afortunada, sin terminar de creerse su suerte

Cuando participé en La Palma formé parte de una edición estupenda, con compañeros talentosísimos y una tutora de lujo, pero un tanto accidentada. Fuimos testigos de una serie de catastróficas desdichas en las que el covid y un volcán en erupción tuvieron especial protagonismo. El resultado fue que la segunda visita sufrió algunos imprevistos y la tercera directamente fue cancelada (la situación con el volcán lo requería). Y un día, hablando con María José Manso, me dijo algo que se me quedó grabado: que lo que más sentía era que no hubiéramos podido disfrutar al cien por cien de la segunda visita, porque era la más especial.

Diana Rojo y Beatriz Arias: exploradoras intrépidas

 

Pero volvamos a la edición que nos ocupa. Una semana antes de viajar a Tenerife, recibimos un programa de talleres y excursiones tan espectacular como ajustado. No parecía haber ninguna hora del día sin planificar y reconozco que no pude evitar pensar: ¿cómo va a ser esta la visita más especial de todas? ¡Si no vamos a tener tiempo para nada!

Pues precisamente tiempo no nos faltó. Hubo tiempo para todo: para que asuntos tan complejos como los contratos y las ventas internacionales parecieran sencillos, para que los potterheads nos solidarizásemos con Luis Alcázar (¿¡en qué cabeza cabe hacer una serie sobre la misma historia cuando lo que queremos es conocer a los merodeadores!?), para que Marta Buchaca nos contagiase las ganas de escribir teatro y me diera un valiosísimo consejo en una de esas cenas que más bien parecían un banquete de bodas, para descubrir paisajes en los que no me hubiera sorprendido toparme con John Wayne paseando a caballo, para darnos un chapuzón creyéndonos Ariel en La Sirenita… y para emocionarnos con los jóvenes concursantes de “¿Y si contamos nuestra historia?”.

Como niña que empezó a escribir presentándose a todos los concursos literarios habidos y por haber, fue una maravilla convertirme en jurado y felicitarles en persona por su premio y su estupendo trabajo. Incluso hubo tiempo para lo que jamás hubiera imaginado: una terapia colectiva de la mano de Guillermo García Ramos.

Cuando decides dedicarte a escribir normalmente lo haces porque lo que te gusta es sentarte frente al ordenador y, en una reconfortante soledad, volcar todo lo que te pasa por la cabeza sin que nadie te moleste. Después te conviertes en guionista y… PUM, la realidad te golpea en la cara como quien recibe un balonazo. Resulta que escribir diálogos es solo la última etapa del camino, antes hay que planear una estructura, vender tramas, compartir ideas en voz alta y… el pitch. El terrorífico pitch. ¿A quién se le ocurre colocar a un guionista sobre un escenario? ¡Si lo que queremos es huir de los focos!

Por suerte, las clases con Guillermo consiguieron que le diéramos la vuelta al asunto y que lo transformásemos en una oportunidad: la de contar las historias en las que llevamos meses trabajando en busca de los recursos necesarios para que se hagan realidad. Aún me lo tengo que repetir varias veces para no sucumbir al impulso de salir corriendo, pero os aseguro que tras la última clase con Guillermo ocurrió algo insólito. Abandoné el Teatro Guimerá con ganas de pitchear. Fue fugaz y se pasó rápido, vale, pero jamás había tenido esa sensación. Y voy a esforzarme por recordarla en octubre.

La conclusión que me llevo de todo esto es que María José tenía razón. En esta segunda visita se crean los lazos más fuertes, tanto como para resistir el viento canario de Punta de Tena. El mismo que estuvo a punto de derribarnos cuando bajamos del autobús y que conseguimos sortear cogiéndonos fuerte de la mano. Por supuesto, ese truco lo aprendimos a la segunda.