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El día que recibí la llamada de María José Manso para comunicarme que “Calado” había sido seleccionado para participar en isLABentura 2023 estaba en un cementerio de Oporto. Mi amiga Tere y yo nos encontrábamos de vacaciones, celebrando nuestros cumpleaños y, en el último día del viaje, antes de despedirnos y embarcar en aviones diferentes en direcciones opuestas, decidimos visitar mausoleos. Me sorprendió leer algunos apellidos populares en Canarias sobre las lápidas de aquellos sepulcros decimonónicos: Osorio, Guimeraes, Brito, Abreu, Silva… Fantaseé con personas intrépidas o desesperadas que se embarcaban en tremendos viajes de ida y vuelta impulsados por el Atlántico y, como suele pasar, terminé intentando resolver el acertijo de la identidad canaria con lo mínimo: un pálpito y un eco tallado en piedra. Así, columpiándome entre lo extraño y lo familiar, me encontró María José cuando me dio la buenísima noticia. Al colgar, me senté con Tere en un banco al sol y le relaté la premisa de “Calado”. Los gatos guardianes del cementerio, cebados de ratones y a saber qué otras cosas, entrecerraban los ojos pero yo sabía que escuchaban porque movían las orejas para atrapar mi voz. Esa tarde regresé a Gran Canaria usando, en vez de la corriente atlántica, la alísea. Este viaje no lo tuve que fantasear, la llantina de sueño de un niño dos asientos por detrás del mío iba a ser bien real. No me importó demasiado porque sabía que me dirigía a algo nuevo, a terra ignota.

El primer encuentro entre los organizadores, los tutores y los participantes del laboratorio se produjo en Las Palmas de Gran Canaria, la ciudad en la que vivo. Más adelante, una compañera diría de mí: “ella es autóctona, como los lagartos” y yo, encantada con la observación, no dejo de pensar en ello y en la posibilidad de que ese sea mi tótem, el que insiste en escabullirse cada vez que cierro un poquito las manos. Conozco a mis compañeros: personas abiertas, ingeniosas, llenas de talento, energía y curiosidad. Aventureros. Compartimos una cena muy cerca del mar, donde el sonido de las olas se confunde con las risas dentro del local y doy gracias por nuestra cultura que nos brinda la consciencia de ser meros mortales y la certeza de que no hay nada como celebrar el privilegio de estar vivo. Al día siguiente, nos dirigimos cada uno a su isla correspondiente para comenzar el proceso de documentación y localización. Vuelo rumbo a La Palma. Hace más de una década que no la visito y me siento algo culpable por la dejadez. El patio interior del hotel donde nos alojamos está cubierto de frondosas lianas de plantas trepadoras y tiene un mural de cuatro pisos de altura que representa la cascada del bosque de los Tilos. Me fascina. Siento que soy un personaje más de “Pacifiction” y que, si no me contengo, voy a empezar a llevar gafas de sol en interior.

El coche de alquiler que me han facilitado es incalable. Transita por las marchas con la delicadeza y la precisión de Nureyev. Pienso en mi propio coche, tozudo y hosco, aparcado en Las Palmas y me replanteo un par de cosas pero, siendo justa, también recuerdo a mi profesor de autoescuela cuando me insistía, más de una vez, en que al cambio de marchas había que tratarlo “como a un novio”. Tal vez mi coche y yo estemos hechos el uno para el otro y es mejor dejarlo así. Mi primera cita del día es con Andreína García Clemente, bordadora, en el Museo Casa Roja de Mazo. El museo es un palacete pintado de un profundo rojo inglés y coronado de una balaustrada blanca. Nada más poner pie en su zaguán me fijo en el precioso mosaico hidráulico que cubre el suelo y en la intrincada cancela de forja que separa la estancia de una robusta escalinata de madera que da al segundo piso. No hemos ni empezado y a mi ya me late fuerte el corazón.

Andreína entra a la Casa Roja acompañada de su hija. La artesana es una mujer vigorosa y expedita que no tarda en ponerse manos a la obra para explicarme los distintos tipos de bordados tradicionales de La Palma. En cuestión de minutos cae un aguacero de terminología textil que me inunda la imaginación: organdí, muselina, punto perdido, punto espíritu, realce, festón, encaje de frivolité… pero sobre todos ellos, el que suena más a menudo y con más fuerza es el signado o “cisnado”. Esta técnica consiste en imprimir un diseño sobre la tela para hacer de patrón. El estampado, de un vibrante azul añil diluido en petróleo, marca el camino a seguir hasta que el paño esté terminado. Andreína me cuenta que el pigmento es tan intenso que la tela debe lavarse varias veces para poder borrar su rastro. Entre lavado y lavado, las bordadoras cuelgan los manteles a la intemperie durante toda una noche. “Se dejan para que se serenen”, me explica. Y tiene todo el sentido que esos paños necesiten recuperar el aliento, mecidos entre laureles y bejeques, después de ser restregados y estrujados repetidamente hasta perder las venas.

Paseamos por las salas del museo, fijándonos en las impresionantes piezas expuestas en sus vitrinas. Observamos y comentamos los peces, las flores y los frutos de esas voluptuosas y fantasiosas cornucopias en hilo. Hacemos corrillo frente a un exuberante mantel de rechi y Andreína admira su “piña cubana”. Yo le pregunto a qué se refiere, pensando que tal vez sea el nombre técnico de un punto rocambolesco y exótico. Ella me señala el paño. Me siento tonta mientras observo la evidente representación de la fruta sobre el mantel y me disculpo diciendo que de donde yo vengo la llamamos “piña” a secas. Andreína no le da importancia y conversa con las demás sobre la fruta. Me embelesa que hablen de ella como si fuese una persona: “Es rabiosa”. El itinerario de esa mañana es apretado y me veo obligada a decir adiós y regresar a Nureyev. Andreína me despide esperando que “saque pa’lante la vida” y yo, que a veces soy una bestia pero también una sentimental, me enternezco porque hacía tiempo que nadie me deseaba algo tan bonito y pragmático.

Conduzco hasta los Llanos de Aridane, atravesando el bosque de laurisilva de la cumbre. Según cruzo el pueblo de El Paso lo diviso, ahí, en el horizonte: el volcán Tajogaite. Me recorre el cuerpo esa sensación peculiar de cuando te topas con una celebridad que has visto muchas veces por televisión; es la misma persona pero diferente y no sabes bien por qué. Me cuesta mantener los ojos en la carretera porque creo distinguir dos pequeñas columnas de humo serpenteando del cráter al cielo. El hecho de que el volcán ya no salga en las noticias no significa que haya dejado de expulsar azufre o que sus temperaturas infernales hayan remitido. Aparco y camino hasta el Museo Arqueológico Benahoarita donde he quedado con el historiador y arqueólogo Jorge Pais. Sosegado y afable, comenzamos el encuentro de una manera excesivamente protocolaria por mi parte. No me noto suelta, las curvas de la carretera me han despistado e intento compensarlo con autocontrol. Sin embargo, pronto, la conversación se desanuda y es precisamente a causa del volcán. Jorge reside en El Paso y vivió la erupción en primera persona. Me habla de su omnipresencia: “Si no lo veías, lo sentías y si no, lo olías”. Empiezo a notar una constante en la idiosincrasia palmera: expresarse con la serenidad y naturalidad más absoluta y aún así ser capaces de quebrarte por dentro. Jorge me comenta que desde la ventana de su cocina se ve Cumbre Vieja y que todas las mañanas, mientras se toma el primer café del día, vigila la montaña para cerciorarse de que sigue dormida. La Palma es una de las islas más jóvenes del archipiélago canario y de ahí que su actividad volcánica sea tan frecuente. En los últimos setenta años se han producido tres erupciones. Los Benahoaritas, pueblo aborigen de La Palma, también sufrieron estos cataclismos impredecibles. Le pregunto a Jorge por ello y me pide que le acompañe al vestíbulo del museo donde me enseña una vitrina que contiene una amalgama de lava y hueso. Me explica que se trata de un bloque de magma que cubrió parte de un yacimiento funerario benahoarita en torno al año 900, fundiéndose con los restos óseos que encontró por el camino antes de petrificarse. Quedo tan impresionada por los diferentes estratos de muerte y tiempo que no sé qué decir. Lo miro y pienso en las arpilleras de Manolo Millares.

Salimos del museo y nos vamos de excursión en el jeep de Jorge; un vehículo cargado de personalidad y kilómetros. Mitad oficina, mitad tanque de guerra, deseo fervientemente que forme parte de una colección museística en algún momento. Nos dirigimos a la estación de grabados rupestres de La Fajana y El Verde que, curiosamente, se encuentra cerca de la trasera del cementerio de El Paso. Nunca antes había visto petroglifos en las islas, tan solo pintura rupestre, y la visita me llena de una ilusión que roza lo pueril. En la Fajana, un paredón vertical cerca de lo que antes era el cauce de un barranco, Jorge me señala los grabados soliformes y me indica como uno de ellos cuenta con 28 aspas. Tardo un instante en comprender. 28 aspas marca el calendario lunar que, a su vez, coincide con el ciclo menstrual, lo que podría vincular esos grabados a ritos de fertilidad. Hacía un instante, en el museo, me enfrentaba a una fusión de lava y hueso y, ahora, al aire libre, casi podía tocar un almanaque reproductivo. Miro a Jorge por el rabillo del ojo: ¿tenía preparado este viaje tan perfecto entre el Eros y el Tánatos para volarme la cabeza?

Regresamos a Los Llanos de Aridane. Es pasada la hora del almuerzo y me despido de Jorge que, con mucha generosidad, me invita a una visita guiada que tiene planeada el viernes en el Parque Arqueológico de El Tendal. Paseo hasta la Calle Real y me fijo en el empedrado geométrico de una pequeña plaza. Me acuerdo de algo que dijo Jorge acerca del cuidadoso diseño de la cerámica de la cultura benahoarita: “eran muy presumidos” y, trasladándolo al palmero contemporáneo, yo matizaría que más que presumidos, son primorosos. Ese empedrado de cantos rodados estaba hecho con un mimo y una paciencia solo superados por el adoquinado lisboeta.

Después de comer vuelvo al museo, donde me espera Miguel Villalba, un joven antropólogo que se encuentra en pleno proceso de postproducción de un documental sobre los efectos en la sociedad palmera de sus tres últimos volcanes en activo. Me muestra las imágenes de una anciana recitando los versos de una décima que narra la erupción del San Juan en el año 1949. Una canción que, a base de repetición, cruza el tiempo con la esperanza de poner sobre aviso a generaciones futuras y ayudar a desmadejar el desconsuelo. Hablamos del proceso del duelo, de la doble necesidad de contar y escuchar para sanar y reconstruir una identidad vapuleada. Hablamos de la importancia del testimonio de los mayores, de un posible significado de la tradición alejado de la visión estereotipada y paternalista de “las cositas canarias”… hablamos de muchas cosas hasta que la conversación deriva en vivir la experiencia de ser isleño en las mesetas y planicies continentales y, paradójicamente, sentirse aislado. Son otros llanos. Antes de irme, Miguel me comenta que existe una peluquería no muy lejos del museo en la que por las tardes, al terminar de barrer los mechones del suelo, se abren las puertas a poetas y músicos para hacer recitales y conciertos improvisados. Sonrío: si eso no es pulsión artística que alguien me lo explique. Pueden más las ganas de expresarse que una infraestructura.

Vuelvo al hotel justo a tiempo para el buffet libre. Las hileras de turistas frente a las fuentes de carbohidratos y glutamato me hacen sentir como si formase parte de un sueño extraño en el que viajo a otro planeta. Pero ahí estoy, en fila, sujetando un plato vacío entre las manos y esperando mi turno. Coincido con mi compañera de isLABentura Lidia, de Oleiros, y, antes de sentarme a la mesa, percibo un gesto de profunda preocupación en su rostro. Ha pasado el día recogiendo testimonios de afectados por el volcán y nos habla de ello. Es duro de escuchar pero al mismo tiempo es bonito comprobar que la compasión y la empatía no entienden de latitudes sino de sensibilidades.

Amanece en los Cancajos. Desayuno contemplando la luz anaranjada del sol sobre las olas. No tengo mucho tiempo para disfrutar de este otro sueño matutino, más benévolo, porque Nureyev me espera para llevarme de nuevo a El Paso. He quedado con Carlos Cecilio Rodríguez, técnico de Turismo y Medio Ambiente, en el Mirador Oficial Tajogaite. La carretera que lleva a nuestro punto de encuentro está rodeada de un mar de dunas de ceniza volcánica. No es un paisaje lunar, no es marciano, ni tampoco terrestre… no sé bien dónde estoy. Me detengo ante una valla y una señal que prohíbe el paso a todo personal no autorizado. Un galgo canelo, echado sobre la arena negra, observa mis movimientos con parsimonia. Tajogaite hoy también duerme y, a diferencia de ayer, no suelta fumaradas blancas. Impresiona pero no me siento en peligro; debe ser la ignorancia. Carlos Cecilio, activo y con nervio, me recibe en su jeep y me invita a subir para poder acercarnos a las faldas de “la bestia”. Recorremos el corto tramo de carretera que cruza la frontera entre la seguridad y lo oficialmente declarado como peligroso. Me fijo en las múltiples insignias cosidas a la chaqueta de mi guía y comprendo sin mucho esfuerzo que es un hombre caleidoscópico y de una actividad social vertiginosa. Durante los tres meses que duró la erupción, participó activamente en las evacuaciones de la población y, ahora, es una de las personas que mejor conoce el nuevo territorio. “La lava no te deja ni el recuerdo”, me dice ya fuera del coche, mientras nos apoyamos en lo que queda de una linde y contemplamos el recorrido devastador que esculpieron las coladas de camino al mar. Antes de toparnos con algunos de los vecinos y propietarios a los que se les permite visitar las pocas edificaciones o terrenos que escaparon a la lengua de fuego, ya empiezo a percibir una indignación latente, un desasosiego y una exasperación por una situación que, año y medio después, no avanza. Todos quieren dejar claro que debajo de esa arena hay casas y que esas casas tienen dueños. Me cuentan que la sombra de la especulación urbanística reptó hacia El Paso incluso antes de que el volcán dejase de escupir ceniza y que, según ellos, existen empresas y sociedades del sector turístico que están dispuestos a pagar el metro cuadrado de lava a precio de finca de plátanos en producción cuando cien metros más allá del terreno que les interesa, la lava se tasa a céntimos. ¿Quién le está poniendo precio al territorio virgen más joven de Europa y con qué criterios? Todo esto ocurre mientras algunos vecinos del desaparecido barrio de Todoque siguen viviendo en casas provisionales hechas a base de contenedores de barco reciclados.

Caminamos hasta el último perímetro de acceso; más allá solo pueden pasar los vulcanólogos y los geólogos a recoger pruebas científicas. Acaricio la lava petrificada a nuestros pies. Es tremendamente áspera y tiene destellos de azul cisnado. Miro hacia Tajogaite. Me duele admitirlo pero es bellísimo. Juan José Gil, pintor canario recientemente fallecido, decía que los volcanes manipulan al isleño y cuando cesan su erupción nos fagocitan, adquieren una fuerza gravitacional que nos absorbe y nos ancla a todo aquello que se acaba de expulsar. Tengo sentimientos encontrados con este paisaje. Carlos Cecilio me señala los afloramientos de azufre en sus laderas, cerca de la boca más grande. Parecen encajes y rosetas de calado de color ocre, blanco y amarillo. “Tú también eres presumido, ¿eh?”, pienso. Volvemos a mi coche. Carlos Cecilio se fija en una planta que crece al borde del asfalto. Es lustrosa y de un verde rutilante. Arranca una de sus hojas, la parte a la mitad, se la mete en la boca y la mastica. Me pasa la otra mitad y me dice que es espinaca. La pruebo y, efectivamente, reconozco el sabor. No sabía que las espinacas pudiesen ser tan carnosas y crujir tan fuerte. La ceniza volcánica es uno de los fertilizantes naturales más potentes que existe y hace que todo brote con una fuerza desbocada. Agradezco a Carlos Cecilio la experiencia y arranco el coche una vez más, abrumada, sintiéndome extraña por todas las paradojas relacionadas al volcán. Son contradicciones confusas que me hacen sentir como cuando tienes la gripe en verano y no puedes parar de toser en manga sisa.

Mi siguiente destino es el Museo de la seda en El Paso. Aparco en una calle estrecha bajo el aguacatero más florido que he visto en mi vida. Si cada una de sus bolitas amarillas se convierte en fruto, no me imagino cómo ese árbol va a poder tenerse en pie. El silencioso arrebato de fertilidad como reproche a la destrucción vibra por todo el valle: las rosas son grandes como puños y las malvas gritan en tonos púrpura para que resulten imposibles de ignorar. Me recuerdan a la letra de una canción del grupo O’questrada: “Tengo dolores encerrados en cajitas… que me dicen estoy aquí, estamos allá”.

El Museo de la seda es un edificio histórico de dos pisos; la planta baja está ocupada por el taller de las hilanderas y la superior por el museo en sí. Nada más entrar escucho el hipnótico ronroneo de la devanadora de madera. Me asomo por las grandes puertas que separan el zaguán del taller y alcanzo a ver un torno dando vueltas a un ritmo que, verdaderamente, anima a cantar. Como no voy a armar un número y todavía tengo que esperar a que llegue Carmen Díaz, hilandera y gerente del taller, aprovecho para subir las escaleras y visitar el museo. La luz tenue de los expositores ilumina dramáticamente unos mantones de Manila de enormes flores rojas que parecen explotar a cada esquina del paño y derramarse en ondas expansivas hasta el centro. Leo los paneles explicativos: entre los siglos XVIII y XIX, La Palma era la isla con más telares, producción de seda y cría de gusanos de todo el archipiélago. La cuantiosa y solicitada exportación de esta fibra natural mantuvo a numerosas familias palmeras durante siglos. Sin embargo, la llegada de la revolución industrial sumió a la manufactura artesanal en la decadencia y, actualmente, El Paso es uno de los últimos reductos, tanto en España como en Europa, donde se continúa elaborando la seda con las mismas técnicas y herramientas de hace 300 años. Me siento a ver un vídeo muy didáctico con primerísimos primeros planos de esponjosos capullos de gusano sedero. Por el ascensor llega una excursión de la tercera edad provenientes del Centro de día del pueblo. Se van asentando a mi alrededor, haciendo suyo el espacio. Yo me dejo colonizar, me fusiono, no me supone ningún esfuerzo, esto ya ha pasado antes: llevo siendo octogenaria desde que tengo veinte años. Una señora me pregunta si soy de El Paso y si bordo. Contesto que no y que sí. Terminamos sacándonos fotos juntos.

Bajo al primer piso y me encuentro con Carmen que, atenta, nos busca un rinconcito donde mantener la entrevista. Este año, por primera vez, las hilanderas han decidido criar a los gusanos en el mismo taller y se les puede ver devorando hojas de morera a través de la cristalera que separa la zona de trabajo de la de los visitantes. Nos acomodamos en un banco de madera, junto a una puerta entornada que deja pasar la cantidad justa de luz y de brisa. Afuera, la calle parece estar sumida en la siesta del carnero. No es casualidad que Carmen tenga un sexto sentido con respecto a todo lo invisible e intangible que produce una atmósfera confortable y sosegada; los gusanos de seda son criaturas muy delicadas que pueden morir si son expuestas a temperaturas o perfumes que les resulten desagradables. Carmen habla de ellos como si tuviese miles de bebés a su cargo. Me los muestra: todavía son minúsculos, torpes y cabezones pero su fragilidad produce una inexplicable sensación de apego. A medida que conozco los pormenores de su crianza, comprendo que su ciclo vital está asociado a un tiempo que transcurre lentamente, con una cadencia que deja espacio a que Carmen pueda reparar en que el sonido de las larvas al masticar sea muy similar al de la lluvia o que los habitáculos en los que crecen “huelen a verde”.

El sonido de las aspas de un helicóptero o un hidroavión se cuela por la puerta entreabierta. Carmen, hasta ahora tranquila y sosegada, da un respingo: “Que no haya pasado nada, por favor”. Dudo por un instante. “Cuando no es un incendio, es un volcán…” me aclara con la angustia de aquellos que han sentido el suelo temblar bajo los pies. Se me había olvidado, inmersa en un escenario tan idílico como el taller de hilanderas, que en los montes de este pueblo se han vivido desgracias recientes que todavía están por cicatrizar. Es hora de despedirse, salir del acogedor refugio de la artesanía e ir a buscar un sitio donde almorzar.

Esa misma tarde tengo una cita en el Centro Cultural La Rosa, en el pueblo de Mazo, donde me han invitado a asistir a un taller de artesanía. En este lado de la isla, el de los portugueses, como me han dicho en los Llanos de Aridane que llaman a los habitantes de la costa oeste, el estado de ánimo es completamente distinto. Se respira un aire puro en el que la incertidumbre y el miedo son espejismos lejanos que reverberan desde lo que parece muy lejos. Entro al Centro Cultural, que antiguamente había sido un Teleclub, y, de inmediato, percibo un bullicio despreocupado, festivo y ocioso. Me encuentro con una habitación muy amplia y alargada donde hombres y mujeres se han reunido para preparar una de las fiestas más importantes de su municipio: las Cruces de Mayo. Todas las primaveras, la Villa de Mazo engalana las cruces que se encuentran en sus caminos reales con flores, telas e incluso joyas (por lo que los vecinos hacen una guardia nocturna del 2 al 3 de Mayo) en un festejo que mezcla la devoción con la creatividad  y el esparcimiento. En el taller, los vecinos se sientan a encolar flores de siempreviva y tiras de fibra de colmo sobre unos bastidores hechos a medida que han sido diseñados por el maestro Berto Martín. Simpático y extrovertido, Berto me muestra en su libreta a cuadros los diferentes diseños que ha ido ilustrado para las Cruces. Según pasa las páginas, me explica que cada año tienen una temática diferente; este año tocan las mariposas. Me muestra unas láminas de plástico cortadas en forma de ala de barboleta, cubiertas por piel de puerro y ribeteadas con pétalos de flores secas. Como la tarde ha comenzado a caer, Berto las acerca a una bombilla del techo y las mece para que pueda ver cómo brillan. Me lanza una mirada de titiritero en busca de la reacción del público y yo me entrego y digo: “Oooh”, porque ilusionarse, a ciertas edades, es un regalo. En el Centro Cultural siempre parece haber dos o tres conversaciones cruzadas y diversas tareas realizadas simultáneamente. Sus miembros, generosos, me dan conversación y me invitan a la próxima fiesta de las Cruces. No me quiero marchar pero el sol ya se ha escondido tras la cumbre y yo mañana tengo que coger un vuelo de regreso a Gran Canaria.

Mientras conduzco de vuelta al hotel, Google Maps me dirige a un laberinto de fincas de plátanos en el que me pierdo repetidas veces. Las carreteras son estrechas y están bordeadas de altos muros de ladrillo por los que sobresale la espesura del platanar. No me molesta, de hecho lo disfruto porque así me da tiempo a recapitular mi viaje, que ha sido muy intenso y tremendamente revelador. La Palma me ha hablado tan bonito, ha sido tan generosa sin pedir nada a cambio y se ha me ha mostrado con tantísimo encanto natural que deseo volver lo antes posible. Me voy siendo testigo de algo conmovedor, de cómo los palmeros han conseguido lo imposible: endurecerse sin perder la ternura.  Muchas gracias a todos y hasta pronto.