
El día en que la península se queda sin luz yo camino sin darme cuenta del colapso del país por un islote desierto. Cadenas de montaje paradas, aglomeraciones de pasajeros sin tren en las estaciones, oficinas enteras apagadas; una gran fiesta en cada calle y cada plaza de las ciudades, también, derivada de esa sensación de vacío y de caída en picado y de éxtasis que tan familiar nos resulta después de nuestra primera pandemia mundial; todo eso está ocurriendo sin que yo lo sepa. Me lo pierdo, vaya. Solo lo sabré cuando, ya de vuelta en el barco, revise los mensajes de whatsapp de mi móvil. Por ahora estoy en otro tiempo y otro espacio: uno que no es exactamente el de las coordenadas ni del reloj, una dimensión que parece no dejar de repetirse, no existir del todo en este plano. Esto es lo que pienso mientras camino, a pesar de que llevo una gorra que debería protegerme del Sol. Puede ser que esté un poco insolada. Camino y raciono el agua sintiéndome un tipo duro que sabe lo que se hace.
He salido a primera hora de la mañana del hotel, antes de que se levantara nadie. El paseo por Corralejo me hace pensar en la población de la Costa Brava en la que veraneo desde pequeña: un lugar que parece encenderse y apagarse con un único interruptor, una caja de luces gigantes que funde sus plomos cuando nadie mira y se pone en marcha de nuevo en el instante en el que el primer turista abre los ojos ese día. La sensación de vivir en un Show de Truman en el que todos los trabajadores en servicios son figurantes en la película del veraneante. ¿Cuál sería el argumento de una película así? En White Lotus supieron ver que un escenario de ese tipo es el lugar perfecto para un asesinato. También Bolaño, en el Tercer Reich, identificó cómo entre el plástico de las sillas apilables y de los patines acuáticos no podía sino esconderse un anciano y sanguinario nazi. En esto pienso mientras recorro el paseo marítimo de Corralejo en dirección al puerto, observando cómo abren las persianas los bares que sirven desayunos. ¿Cuántas poblaciones como esta habrá en las costas del mediterráneo? Si las pusiéramos una al lado de la otra, ¿darían la vuelta al planeta Tierra? Y una debajo de la otra, ¿qué fosa abisal marina alcanzarían?
En el puerto encuentro enseguida la caseta de la empresa de barcos que va a llevarme hasta Isla de Lobos. Allí me dan un mapa y me indican que el último barco de vuelta sale de Lobos a las 17h. Mientras espero que nos dejen subir al barco, fantaseo con la idea de perder el barco de vuelta y quedarme durmiendo en la valle de La Caldera, que desde el puerto se ve imponente.
Comparto el viaje en barco con un grupo de secundaria y unos cuantos alemanes jubilados. Hay una relación proporcional entre el nivel de guirismo y la adecuación de la indumentaria de los visitantes: a más guiris, más preparados para escalar el Everest. Las chavalas del grupo de la ESO visten chancletas, pantalones jeans y tops con los hombros descubiertos, como si la inclemencia del Sol y lo escarpado de los caminos no fuera con ellas; los alemanes y yo misma parecemos salidos de un anuncio de Decathlon. Saco la super8 y grabo un poco durante el trayecto, solo para diferenciarme del grupo de turistas y dejar en claro que yo, aunque vista como ellos, no tengo nada que ver con ese grupo.
En cuanto atracamos, lo que viene a continuación es cuanto he explicado: caminar por senderos que parten la tierra negra como pequeñas cicatrices, desde el embarcadero hasta La Caldera, pasando por la cuadriculación de las salinas; continuar hasta la otra punta, donde las paredes del faro se desconchan con el salitre y una pequeña plazoleta con un arco transmiten la soledad de una niña que tuvo que convertirse en escritora para no morirse de aburrimiento, Josefina Pla. Las Lagunitas, de color turquesa y olor a algas estancadas, me conducen hasta la zona de las casas de pescadores, hoy desiertas. Allí decido darme un baño y me encuentro con el resto de visitantes de la isla. Entonces me doy cuenta de que llevo el día entero sola, caminando quilómetros y quilómetros sin cruzarme con nadie. Imaginando lobos marinos. Una de las casetas ha abierto para vender helados de nata y decido comprar uno mientras vuelvo al embarcadero. Efectivamente, cojo el último barco de milagro.
Y es entonces cuando me doy cuenta de que, mientras yo recorría este lugar, por unas horas el mundo se estaba acabando, una vez más.

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