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Vuelvo a la península lleno de oxígeno tras el segundo encuentro de IsLABentura en Tenerife.

Una semana de aprendizaje en expansión, de exploración de mapas narrativos, de cine en ciernes, de compartir vulnerabilidad y renovación de energía creativa, de compañerismo y de lágrimas de campamentos. Qué bonito volver a sentir eso.

Una semana de orgullo de pertenencia a una tribu de gente buena, gente vivida y alocada. De guionistas. De descubrimiento de talentos, de charlas con mojo y de largas jornadas sin dejar de absorber como esponjas el conocimiento generoso de grandes expertas/os.

Una semana de gratitud. De gracias, muchas gracias, por haber inventado IsLABentura y por elegir mi película para volar con vosotras.

Una semana de adaptación en todos los sentidos.

De reescribir con la cámara y con el teclado del móvil, en la guagua curva tras curva, contra el viento de un acantilado negro, de camino al paraíso de Punta de Teno.

Reescribir mentalmente en una comilona-picnic bajo los árboles de una finca con caballos dálmatas, un burro baby y una vaca “roya” que se cree perro, te ladra y luego te mira con sus largas pestañas.

Reescribir entre sueños de unas noches cortas pero frescas por fin, en este verano infernal, gracias a las brisas con lloviznas inesperadas del microclima de cuento de La Laguna.

Reescribir en El Parador en pleno Parque Nacional del Teide, a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar. Merendando brochetas de fruta y aprendiendo de los consejos sabios y de la complicidad de artista de mi mentora Ana Sanz-Magallón.

Tras escucharla atento, siento que voy por el buen camino pero que debo atreverme a seguir profundizando en el tono de fábula que fluye subterráneo en el guion de mi película.

Porque ‘Perro Viejo’ también es una fábula. Oscura, surreal y esperanzadora…al final. De la manera menos esperada.

Abuelo y nieto que no lo son. Que no querían. Amigos imposibles que se llevan 70 años pero que cargan las mismas pérdidas y culpas en sus mochilas. Rodeados de acantilados verticales de un rojo muy sombrío, veteado de cicatrices amarillentas que te recuerdan: yo fui un volcán.

Un viejo que se marcha poco a poco y un niño que empieza a vivir a trompicones. Amigos con caducidad inevitable en un mar rebosante de mantas-raya, rayas tigre, peces obispo, finas pero enormes mantelinas y chuchos negros gomeros de dos metros, sin contar el aguijón, que te miran con sus ojos de ocho párpados situados justo en el mismo lugar desde donde te expulsan chorros de aire y agua salada cuando emergen a la superficie de repente y te ciegan.

Extraterrestres marinos que planean dentro del agua y sobre ti, que comen de tus manos temblorosas de niño. Detrás, la sombra de una silueta; la de un viejo pescador que cree ocultar algo sin saberse descubierto.

El viejo guiri y el niño gemelo impar: un pequeño inmigrante, hijo de una madre doblemente golpeada que busca encontrar su voz de nuevo. Y las mantas siguiendo una barca bajo una oleada de estrellas.

Todos ellos son aliens en su isla.

Lejos ya del puerto en Valle Gran Rey, de los ecos de tambor y chácaras de Tarajaste ancestral, de la orquesta en la verbena de costa, salsa y merengue de las fiestas de la Vírgen local.

Tierra adentro. Más allá del mar del que surgen los inmensos tubos de lava petrificada de Los Órganos; de las plataneras de los roques Los Gemelos de Hermigua; de la tierra naranja del risco de Abrante que vigila desde el acantilado las casitas de colores de Agulo…más allá, hay que seguir caminando.

Tras cruzar la niebla en el riachuelo del bosque de laurisilva del Cedro, entre el barranco del Ingenio y el embalse de la Encantadora, de vuelta a los valles umbrosos… la “culpa del sobreviviente” y de los “dolientes olvidados” se acurruca debajo de aquella palmera gigante.

Esa que esconde un ladrido seco, mudo, tremendo. Que solo el crío cree volver a escuchar.

En un barrio de monte verde de Vallehermoso, dos casas de familias rotas dan paso a una familia que se elige.

En los peores escenarios vitales pero rodeados de la belleza insular más extraña: La presencia de una ausencia. Un limbo para madre y niño, “huérfilos” que se buscan y se ayudan, en los paisajes más oníricos de La Gomera.

Ahora sé que el más pequeño y frágil de los protagonistas tiene que aprender la magia de un trovador arrepentido para entender el mapa que le permita sobrevivir.

Para huir de la oscuridad de un padre maltratador y del luto por su hermanito gemelo. Y lo hará a través de un sendero que lleva al corazón cruel de los relatos infantiles.

El gemelo vivo dejará poco a poco de sentirse incompleto y aislado gracias a las herramientas de la ficción que le presta una madre valiente y un viejo cuentacuentos, suicida fallido, convertido en su abuelo adoptivo.

Sin saber quién adopta a quién, con el lenguaje de los pájaros, va a reescribir su propio destino dentro de la película.

Porque sí, es cierto; el fin justifica los cuentos.