Cada guión (cada película), al menos en teoría debería establecer sus propias leyes, su propio código, su propio mundo concreto. Cuando termina una buena película, tenemos la sensación de salir de “otro lugar” para volver a este, de haber habitado algo así como otro plano de la realidad y de las cosas, de la imaginación y la conciencia. En mi recuerdo al menos, cada buena película que vi fue algo único, específico. Partiendo de eso, para mí, cerrar un guión es algo así como luchar para que, a partir del texto, exista la esperanza razonable de que ese mundo específico pueda ser generado o extraído de la realidad (a menudo ambas cosas), filmado y editado posteriormente: convertido en película.
Para ello – al menos así lo experimento yo – es necesario afrontar un reto contradictorio: por un lado, hacer que ese código, esas leyes y esa lógica de la película se desarrollen a través de una serie de escenas concretas hasta llegar a una forma lo suficientemente sólida. Por otro, a la vez, no permitir que ese código y esas leyes maten la película, lograr cerrarla sin convertirla exclusivamente en una extrapolación racional de principios, o conceptos, sin dejar que su propia lógica interna la reduzca a eso solamente. Hay una parte de carpintería, de crucigrama, de matemáticas; y otra de desequilibrio, de juego, de jeroglífico, que intenta que las cosas no acaben siendo del todo lógicas, que permanezcan abiertas a lo que no acaba de admitir un diseño previo.
Al escribir, la mayoría de nosotros tenemos más o menos presentes las distintas categorías en las que se han dividido y se dividen las películas, desde los géneros a los tags, las distintas actitudes creativas e industriales ante el hecho cinematográfico, los distintos arquetipos existentes. En todo ello, como en los distintos recursos y términos de la narrativa, podemos encontrar herramientas y soluciones previas que nos ayuden a concretar o que nos inspiren. Pero existe el riesgo de que, abrumados por una cantidad de materia creativa ingobernable, nos ciñamos en exceso a fórmulas previas, a caminos puramente deductivos, desarrollando el código de la película pero sin evitar que ese desarrollo petrifique la película misma. Así como, a la hora de arrancar, las referencias y el trabajo con algunas categorías narrativas puede serme útil, personalmente, a la hora de concluir, trato de afrontar el proceso olvidándome lo más posible de las películas en las que pensé, de mis propias decisiones previas y de la estructura misma.
Hay dos términos de narrativa que me resultan, con todo, especialmente útiles, porque plantean una pregunta que, una vez respondida, clarifica mucho las cosas. Uno es estrictamente narrativo, el llamado “pacto de verosimilitud”. Cada historia establece unas reglas de lo que cabe o no en ella, de forma que en un melodrama clásico no cabe la aparición de un Alien, y en un thriller no cabe resolver la trama mediante una casualidad propia del melodrama. Afinando, diríamos que cada historia desarrolla un contexto lógico, más o menos detallado, dentro del cuál suceden un tipo de cosas, y otras, que quedan fuera de ese contexto lógico, no. A menudo en la definición de ese contexto, de esos límites de lo posible, reside buena parte de la representación de la realidad y las cosas que la película hace, y quizás su mayor potencia ideológica: se trata de la normalización representativa, por medio de la narración, de una determinada realidad. Más allá del “pacto de verosimilitud” y de lo estrictamente narrativo está otro término, más esquivo: el “tono”. En la práctica, hasta donde yo he visto y practicado, sirve para meter ahí dentro todo aquello de lo que es difícil hablar con concreción (y aquello de lo que quizás es mejor no hacerlo), como una especie de escudo abstracto contra el exceso de racionalismo. En lo teórico, aunque se usa en distintos sentidos con bastante soltura, parece ser un concepto bastante literario, inevitablemente asociado a la voz, algo así como el “espíritu” con el que esa voz narrativa se expresa. Su definición “oficial” es “el estado de ánimo, la actitud o la atmósfera que desprende el guión”.
Por último, en este sentido, hay que tener en cuenta que el guión está hecho de palabras, y la película futura no. Un guión no deja de ser un ejercicio de evocación a partir de la palabra escrita. Es más cosas, también: un orden de las acciones, unos diálogos, todo lo subyacente a cuánto pasa. Pero tiene además, de forma inevitable, ese algo asociado no a lo estrictamente fílmico, sino a la capacidad literaria para describirlo de forma sugestiva. Si el guión fuera únicamente una enumeración fría de acciones, frases y entradas y salidas de cuadro sería ilegible, aunque quizás se parecería más a la película en el sentido literal. Sigue teniendo algo de misterio contranatura, para mí al menos, el que la primera forma de una película, hecha de imágenes y sonidos dispuestos en el tiempo, sea la palabra.