Nunca pensé que las pamelas, los peines y los periódicos serían macguffins tan interesantes en las historias de aquellos que me acogieron durante mis días en la isla.
Pasé dos días y medio en Fuerteventura. La primera imagen que recuerdo desde la ventana de un avión de hélices es una zona montañosa sin vegetación alguna, adornada por unas cincuenta casas de estilo unifamiliar, pero con aires vacacionales y un enorme campo de golf bien cerca. También un par o tres de piscinas color azul vívido, de esas que incitan a tirarse de cabeza.
No había pisado nunca la isla. No soy muy dada a generarme expectativas porque considero que todo debe sorprenderte sin tumbar o reafirmar sentencias a base de prejuicios. Aun así, descubrí que tenía otra concepción de la isla; no puedo decir de qué manera, pero rompió esquemas del subconsciente. Me sorprendió, “realmente parece una tierra árida”. Y así lo comentamos una vez llegadas, que era bien distinta a Tenerife, nuestra primera parada.
La fase de documentación fue todo un regalo. Pero de esos que dejan mella, que sabes que calan. Mi primera reunión fue con Amparo y sus compañeras, de la asociación de camareras de piso Las Kellys de Fuerteventura, que luchan contra la precariedad laboral de su colectivo. Llegué a Gran Tarajal y me encontré a un grupo de mujeres de distintas edades y nacionalidades, aunque llegarían más. Cada vez que una nueva compañera se sumaba a nuestra reunión —improvisada en dos bancos frente al brillante mar— se saludaban con la mayor de las alegrías. “¡Cómo estás, y qué guapa!”; esas mujeres rebosaban amor y vitalidad aún habiendo trabajado hasta las cuatro de la tarde del tirón. Y me preguntaba de dónde sacaban esa energía mientras me contaban que limpiaban decenas de habitaciones cada jornada con la prisa de un piloto de fórmula uno, “cada habitación es como un pit stop, la misma prisa”.
Muchas, muchas camareras de hotel han sufrido acoso. Algunas han llegado a llevar pañales por no tener ni tiempo ni para ir al baño. Otras han presenciado escenas muy grotescas, o han cambiado sábanas con preservativos, compresas y pañales usados dentro de la cama. Algunas han tenido que lidiar con acusaciones tremendas: robos, affaires, broncas. Pero también se han divertido, conociendo secretos de señoras con pamelas exageradas y tacones absurdos que vomitaban los manjares por exceso de alcohol. Se han encontrado parejas “amando el amor” en balcones, o discutiendo a grito pelado en pasillos.
—¿Y qué es lo mejor de vuestro trabajo?
—¡Las propinas!—dijeron al unísono.
Y me sorprendí de nuevo. ¿Cuántas veces habéis dejado propina para las camareras de hotel? Yo he empezado a hacerlo, y me disculpo porque ni lo pensé en ello hasta ese día. Damos por sentado que todo tiene que estar impoluto. Son trabajadoras, no esclavas.
Pero conocí a más gente: por ejemplo, el señor Tomás Vera, director del Hotel Club Jandía Princess. Sus instalaciones me dejaron asombrada, ¡cuánto lujo por metro cuadrado! Y qué de actividades, sitios, piscinas, jacuzzis, bufetes, barras, hamacas y guiris quemados por el sol con todo incluido. El señor Vera me acompañó durante todo el día y se dedicó a enseñarme cada palmo del hotel hasta sus “entrañas”, como lo describía con una sonrisa que desprendía estima por su trabajo y por las personas que le acompañaban a diario. Conocía el nombre de todos sus trabajadores, y además de ser un gran cinéfilo, recordaba anécdotas de todo tipo. Junto con el jefe de Servicio Técnico, me contaron que una mujer agredió a su pareja con un peine y se lo clavó entre las costillas porque lo pilló flirteando. ¡Al día siguiente andaban de la mano por el hotel! Los turistas podrían tener más películas que las sagas de Star Wars y Jurassic Park juntas.
El periódico es el recuerdo de Demian, el propietario del restaurante La Jaira en Puerto del Rosario. Nacido en México, se aventuró a cruzar el océano para buscar trabajo en Ibiza. Ha trabajado en muchas partes de España y Europa, hasta ha aprendido con Gordon Ramsey en Londres, pero ni se lo imaginaba cuando llegó a la isla Balear. En su primer día en tierras españolas compró un periódico para encontrar trabajo en la sección de anuncios, con la mala pata de elegir uno nacional. Pero Demian triunfó, y al cabo de los años aterrizó en Fuerteventura para dirigir un restaurante hotelero importante en Corralejo, hasta que decidió emprender su camino y reivindicar la fusión creativa de todas sus culturas gastronómicas. Y qué arte en sus platos, una maravilla.
Todas y cada una de las personas y asociaciones culturales que me recibieron durante ese par de días me abrió parte de su corazón para demostrarme puro amor hacia su isla. Y ahí dejé un pedacito del mío. Espero visitarlo pronto, aunque sé que me lo están cuidando con su viento, colándose entre el sol, arena y olas.