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Al final siempre queda la belleza y, mirada al detalle, estaba por todas partes.
La belleza estaba en dos chicos de apenas 22 años que guardaban croquetas para el otro,  por pura amistad, para que cenaran bien, como un gesto que harías para un hermano. Estaba en sus risas, en sus ganas de conquistar el mundo, en su tremenda curiosidad por conocer, por preguntar, por vivir. Esas carcajadas de una vida donde todo está por ocurrir son un tesoro.
La belleza estaba en Beatriz Mbula, preciosa sin pretenderlo, durmiendo en el autobús camino de un volcán, soñando probablemente con lo que me acababa de contar: un futuro donde los actores negros no tengan que justificar su color con el personaje, donde simplemente tengan un papel que no venga determinado por su raza; un momento en el que, de forma natural, nos preguntemos por qué, a estas alturas, casi nunca se nos ocurre más que meter blancos, uno detrás de otro. Mira que es grande el mundo y qué pequeño lo hacemos. En mi próxima ficción sobre los 80 habrá una Grace Johns bellísima. Si no llega a ser por ti, Beatriz, ni se me habría ocurrido. ¿En qué estamos pensando?
La belleza estaba también en una habitación de hotel con tres compañeras hechas un manojo de nervios, en gestos que salen sin pensar, abrazos para los que casi nunca estoy preparada y que, de repente, ocurren, me brotan de no sé donde y me hacen sentir en casa. Es casi imposible no dejarse arrastrar por tanta ternura.
La belleza estaba también al borde de la piscina, cuando un día se puso el sol y nos dio por compartir cómo nos enamoramos, cuánto duró ese amor, por qué nos lo jugamos y, en mi caso, con cuánto placer he conseguido el récord absoluto en la carrera de fondo sentimental: 34 años esprintando con el mismo y tan contenta.
La belleza estaba en el lugar inesperado, fuera del escenario, alejada de los aplausos, de los premios, de los pitches. Lo más hermoso estaba entre el público, en las risas de los compañeros, en el sufrimiento hasta que no terminó el último, en la alegría cada vez que alguien se llevaba un premio y en el brindis de admiración mutua y privadísima con uno de mis compañeros, un tritón que, como yo, por fortuna, nunca termina de encajar.
La belleza estaba en la ironía también, sí, porque yo la aprecio como un tesoro. Una compañera que entiendes con una sola mirada, sabedoras las dos de que pertenecemos a la familia Addams, una pareja de genios extraordinarios que le sacan brillo a todo desde su palco de lentejuelas… Una segunda mirada que sobrevuela todo lo que está pasando. Qué maravilla es la complicidad.
La belleza estaba en cada ayuda, en muchas sonrisas, en unas ardillas subiendo por la pierna de Marta Buchaca, en la pequeña Bruna comiéndose un plátano y saludando a todos como si fuera la reina del carnaval desde su carrito, en disfrutar de un vaso de whisky mientras Pablo Bartolomé me provocaba lanzándome un torpedo en toda la línea de flotación de mi guion… Y en comprobar cómo acertaba… Y en ver cómo mi historia emergía a toda velocidad.

Lo mejor siempre está en cosas pequeñas e inmensas, como el amanecer que nos regaló La Palma cuando íbamos medio dormidos hacia el aeropuerto. Yo no sé si la isla despertó así aposta para despedirnos. Me gusta pensar que sí y aprovechar ese momento para volver ahí, cuando lo necesite, a ese síndrome de Sthendal que me regalasteis en Islabentura.
A todos y cada uno: gracias.