Una se resiste pero después de las emocionantes expediciones de documentación y localización hay que volver al hábitat natural de todos los que escriben: la cueva. No conozco otra forma de poner en orden todas esas notas, imágenes y recuerdos. Encuevarse no es tan malo como suena porque, como dice el poema de Benedetti, adquieres una soledad muy concurrida. Además, gracias a IsLABentura, tengo una guía a la que consultar cuando me desoriento y me pierdo en el sendero: mi tutora Lola Mayo. En las últimas reuniones me ha recomendado películas, lecturas y documentales que, como piedras o postes, me llevan a esos caminos menos transitados que lo cambian todo. Gracias a ella, a mis amigos y conocidos he estado viendo películas como “Jogo de cena” de Eduardo Coutinho, “O amor natural” de Heddy Honigmann, “Y la vida continúa” de Abbas Kiarostami o “Certain women” de Kelly Reichardt, leyendo novelas gráficas como “Bordados” de Marjane Satrapi y releyendo a Francisco Javier Irazoki y Alice Munro.
Escribir una escaleta es similar al cisnado. Imprimir un patrón en tela es el procedimiento más lógico para poder visualizar lo que uno quiere bordar. Y, seamos sinceros, a todos nos gusta tener un apuntador cuando trabajamos porque aunque crear ficción a mano alzada da una sensación de libertad maravillosa, salir airoso solo está al alcance de unos pocos. Puede que el secreto resida en inventar un mundo plagado de reglas para luego darse el gusto de saltárselas a la torera con conocimiento de causa.
La escaleta consiste en estructura y ritmo. La estructura es un proceso técnico que se estudia y se perfecciona con la práctica. El ritmo es harina de otro costal. En el ritmo está el misterio y ahí es cuando la escaleta se parece más a una partitura. Juegas, pruebas, divides, rimas, callas… Intentas encontrar la métrica que resulte cómoda, que pertenezca a esa historia en particular. No siempre ocurre cuando estoy sentada delante del ordenador o un folio en blanco. Friego los platos y repaso escenas, tarareo en absoluto silencio mientras hago cola o subo en ascensor… y así hasta encontrar un patrón, un ritmo. El problema viene cuando trabajas con más de un guion a la vez porque cada historia es un animal distinto que respira de manera diferente. Mientras uno te pide hiperventilar, el otro no podría existir más que en un profundo letargo y empiezas a tener la sensación de que a lo único que te dedicas es a realizar reanimaciones cardiopulmonares cada vez que abres un archivo de Word. Este pánico, tan parecido al de dejar de hacer pie en una playa de resaca, lo aplaco paseando con mi perro.
Me pongo la camiseta mas heavy que tengo, impresa con una ilustración caricaturesca de una calavera y una ratita estrábica, y salgo a la calle con él. Es sábado, hace sol y la ciudad está vacía; deben estar todos en la playa. Camino sin rumbo, intentando hacerle cosquillas a mundos que no existen. Menos mal que el perro está acostumbrado a pasearme con una eficiencia marcial. Una señora de unos sesenta años me divisa desde la acera de enfrente, me escanea y, decidida, cruza la calle, directa hacia mi. Quiero pensar que las gafas de sol me dan cierta ventaja y que ella no sabe que yo también la tengo en el radar. Sus ademanes, los de una mujer amante de un buen reto, me resultan simpáticos. Se planta delante de mi, me da los buenos días y me pregunta cómo pienso que será el futuro: si mejor o peor que ahora. Contengo la respiración… pero qué suerte, qué suerte la mía de haberme cruzado con una testigo de Jehová cuando uno de los personajes en los que estoy trabajando se encuentra en plena crisis espiritual y religiosa. Le pongo el freno de mano a mi perro que, como los tiburones, cree que detenerse equivale a morir. La señora me pregunta mi nombre y se presenta como Marimar.
Al principio, la conversación gira obsesivamente entorno a una visión pesimista de la deriva que ha tomado el ser humano. Comprendo que mi camiseta ha debido confundir a Marimar porque yo soy un rayito de sol y solo me la compré en un salón de tatuajes de Turín porque me recordaba a mi perro y le echaba terriblemente de menos. El poder de la imagen. Remo y remo en un océano de referencias a Matusalén y segundos advenimientos hasta que consigo preguntarle si antes de ser testigo fue cristiana y el por qué de su cambio de fe. Entonces es cuando el viento gira y Marimar me cuenta como, en su juventud, en un pueblo frío de Castilla, tuvo un grave desencanto moral y teológico después de una confesión con el cura de su parroquia. Lo que me relata me recuerda a la secuencia del confesionario de “La tía Tula” de Miguel Picazo y merecería una película en sí mismo. Más allá de sus intentos de evangelización y mis intentos de infiltración hay un sentimiento que nos conecta, que supera esta entretenida e improvisada partida de ajedrez sabática, y es el de que aquí “hay algo que no es como me dicen”. Después de casi una hora de idas y venidas, una compañera de Marimar se aproxima a nosotras de a poquito. Viste una falda más larga y una blusa de puños más cerrados que los de mi interlocutora. Cuando esta se da cuenta de su presencia, le dice que enseguida termina y que el supermercado aún debe de estar abierto. Se gira y me explica: “Porque nosotras también vamos al Mercadona, ¿sabes?”. Me divierte pensar que Marimar cree que yo la percibo como una criatura fantástica que se alimenta solo a base de fe y lecturas bíblicas y prefiero no sacarle de su error.
Regreso a la cueva y enciendo el ordenador, preparada para teclear nuevos y jugosos apuntes. Son la sal y la pimienta al insípido listado de secuencias. Entre el tic-tac del metrónomo de la escaleta, los descubrimientos fortuitos, la reunión de facturas que desgravan, las visitas al médico, las designaciones a mesas electorales, las excursiones domingueras al campo y los viajes al supermercado se va desarrollando la espina dorsal de “Calado” porque los guionistas también vamos al Mercadona, ¿saben?