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Tres meses entre Las Palmas y La Palma. Siete meses desde que supe que Malvasía iba a nacer. Un año desde que, en Ciudad de México, empecé a escribir esta historia que me rondaba la cabeza desde hace tiempo… ¡Cómo pasa el tiempo!

El tiempo todo lo cura.

El tiempo sirve para muchas cosas y solo hay que dejarlo ser. El tiempo pone las cosas en su lugar, aunque una buena amiga me dijo una vez que la cuestión no es el tiempo, sino lo que haces con él. Yo, en este tiempo, he transicionado por tantos estados y tantas contradicciones que ni mis personajes más complejos se podrían imaginar. Este tiempo entre islas y península me ha servido para poder reflexionar en muchos aspectos vitales, y siento que he volcado todo ello en Malvasía. De alguna manera, no solo el tiempo me ha curado, sino también la isla. Resulta curioso pensar que cuando empecé a escribir esta serie, tejiendo las urdimbres de eso llamado realismo mágico -otro gran aprendizaje que me traje de México-, las propiedades de la cepa “protagonista” de la serie era que curaba las heridas -las de la piel- al instante, como por arte de magia. Ese fue mi primer impulso al escribir esta ficción lanzaroteña, pero por alguna extraña razón nunca se entrelazó bien en el tejido de la serie. Bien sabe la pobre Arantxa Cuesta cuanto me costó decidirme por las propiedades de esa maldita cepa. Maldita cepa sin maldición alguna. Fue precisamente en Las Palmas, allá por julio, cuando tomé la decisión de que las propiedades serían más claras: quien tomara esas uvas, podría ver a sus muertos. Eso cambiaba totalmente el sentido de la serie, así como el tono, la trama y los personajes en torno a ella. Fue un cambio radical que creo que fue para mejor. Entonces, esta última semana de Islabentura en La Palma (que no Las Palmas), empecé a darle vueltas a cómo expresar en el maldito (sin maldición) pitch mi vinculación a esta historia, sus entrañas dentro de mí, el famoso “qué quieres contar y por qué”. No se me ocurría nada y sentía que mi serie estaba totalmente desvinculada a mi persona. Simplemente, quería contar esta historia y punto, aunque en nada se parezcan a mí los personajes o no tenga yo nada que ver con esta isla o con la viticultura. Ay, qué ingenua soy a veces. Me sentía entonces un poco triste por no saber cómo expresar esa supuesta emoción interna, por no lograr sentir esos movimientos sísmicos que me impulsan a contar esta historia, pues veía que muchos de mis compañeros guionistas sí que hablaban de sus propias vidas, de alguna experiencia pasada, de sus inquietudes vitales. ¿ Y yo? ¿Qué clase de escritora soy? ¿Qué estoy contando?

Con esos miedos – y muchos otros- volé a La Palma con el pitch sin estudiar, algo de nervios pero con ganas de ver a mis compañeros, de volver a la isla bonita y de bañarme en el océano -lo primero que hice-. Meditando sobre mi preocupación de cara a la presentación pública y la casi peor ronda de reuniones posteriores con los productores -que oigan, son gente normal, como nosotros-, expresé en voz alta estas inquietudes a mi compañero Pablo (no especificaré cual de ellos). Le hablé de mis orígenes de un pueblo valenciano del interior, Requena, que es tierra poblada de viñedos. Le conté la historia de mi familia, que yo también tengo un bisabuelo en una fosa común que fue fusilado en plena dictadura y que hace unos años hice un cortometraje documental sobre este relato. También que adoraba México y su cultura, que mi experiencia en ese país me había transformado y que quiero volver. Entonces este Pablo me dijo que cómo se me ocurría decir que no tengo vinculación sentimental con mi serie. Eso me hizo pensar de vuelta en la guagua para tomar el avión, y es que Pablo tenía razón.

Más aliviada con este aprendizaje, volví hace apenas un par de semanas, que parecen meses, de la isla bonita donde terminó esta segunda parte de mi idilio con Islabentura. Volví curada, tranquila, renovada. Algo tienen estas islas que ejercen ese sanador poder sobre mí. Algo parecido les pasa a los personajes de Malvasía, que regresan a su origen mejor de los que se fueron, habiendo sanado el duelo y la culpa y aceptando de alguna manera quienes son. Y entonces, me di cuenta, que de nuevo lo había vuelto a hacer. Qué ingenua soy a veces.