
Escribo estas líneas cuando se cumple justo un mes de nuestro viaje a Gran Canaria. Se cumple un mes de muchas cosas; buenas y malas (muy malas). Será verdad que de todo se aprende, especialmente de lo malo, pero los viajes también forman parte de esas pequeñas treguas que nos permitimos en la vida para dejar a un lado nuestra existencia en el mundo real que nos ha tocado vivir. Al fin y al cabo, la vida es un viaje y un continuo aprendizaje. Lo que también es un viaje es Islabentura. Más allá de un estupendo laboratorio para guionistas, es también un lugar de encuentro en el cual un buen puñado de personas de todo tipo de pelaje están “condenadas” a estar juntas en una isla durante ocho días en tres meses distintos; a convivir juntas, a aprender juntas, a comer y cenar juntas. Bendita condena, por una parte, pero cada una de esas personitas tiene que dejar a un lado su vida “real” en stand by por unos días para focalizarse en lo que seguramente sea su gran pasión, la escritura. Quizá también aprovechan y dejan a su personaje en casa y se traen consigo uno distinto, ni mejor ni peor. Pero hay momentos en la vida que nos resulta más fácil dejar atrás la realidad y otras en la que es prácticamente imposible. Da igual estar en tierra firme o en una isla, pues tú puedes estar físicamente en un lugar y mentalmente en otro a miles de kilómetros. Es una sensación muy dura de gestionar.
La vida es un viaje e Islabentura es parte de la vida, al menos de la mía (y por partida doble), y vaya si he aprendido cosas en este laboratorio. Estos viajes físicos e intelectuales suelen ser reconfortantes y alimentan un poco el alma. Por supuesto, estos encuentros en las islas siempre sirven como inspiración para nuestras historias, como una especie de motor de arranque que hace que en una semana avancemos con nuestros proyectos más que en todo un mes desde casa. Y es que en casa somos ese personaje que está en otra, en tierra firme rutinaria, y claro, no es tan fácil concentrarse. Esos días en Las Palmas tuve la suerte de contar con la compañía de mi tutora, Arantxa Cuesta, y por fin verla en esa dimensión real que está más allá de la pantalla del ordenador. Mis encuentros con ella para hablar de Malvasía fueron sin lugar a dudas el revulsivo que necesitaba en ese momento, ya no solo para con mi proyecto. Hablamos mucho en aquel hotel con vistas a Las Canteras, entre alguna que otra copa de vino, como no podía ser de otra manera. Hablamos de la serie, de los conflictos, de la trama, de los personajes… De la serie y de la vida, la ficción y la realidad, que quizá son lo mismo. Le sacamos jugo especialmente a la construcción de los personajes, pilar fundamental de cualquier relato para que este crezca con consistencia. Yo tenía que conocer a mis propios personajes, en un momento en el cual ni me conocía a mi misma, qué paradoja. Sin embargo, a mí la escritura me resulta siempre terapéutica, quizá por eso escribo desde que tengo uso de razón. Escribo porque me gusta inventar personajes, conocerlos, analizarlos, darles un pasado, un presente, y hasta un futuro. Algo común en mi manera de construir personajes -y que creo que es una virtud- es que no suelo juzgarles. Son personajes que viven con sus contradicciones, con sus miedos y con sus dudas que les provocan comportamientos erráticos, claro está. Si no, no habría conflicto, ni arco del personaje, ni viaje, ni historia. Me gusta ponerles traumas del pasado y temas por resolver, y siempre tienen que hacer algún viaje, como si ese fuera su gran camino hacia el autodescubrimiento. Mis personajes suelen viajar, casi siempre para huir de algo. No sé si eso está bien o mal, pero es lo que hacen y yo no les juzgo. En el caso de Malvasía, la serie que estoy desarrollando, las protagonistas inician un viaje, aunque cada una inicia su periplo desde puntos distintos aunque siempre en la búsqueda de algo. Ambas comparten el hecho de no pertenecer al lugar en el que están, en este caso la isla de Lanzarote. El viaje que están realizando no es tanto físico, sino que ambas volverán a su lugar de origen siendo mujeres distintas; y ahí reside la importancia del viaje.
Hace poco volví a ver La Virgen de agosto, como hago cada verano por estas fechas. Uno de los personajes de la película se preguntaba si él era así porque se había marchado (de su lugar de origen) o si se había marchado porque él era así. Creo que ambas afirmaciones son correctas, y añado además que siempre pertenecemos al lugar de origen, por mucho que huyamos de él y pongamos un océano de por medio. Decía la poeta Angelina Muñiz-Huberman:
“Si existe Hyères existo yo
Si está en el mapa estoy yo”.
Ella nació en Hyères y es hija de padres españoles exiliados por la guerra. También dijo, precisamente hablando de su propio exilio:
“Hasta que ya no se puede más.
Porque un día ya no se puede más.
Y entonces al abrir la ventana
ves el alto perfil,
la nieve en los volcanes,
los árboles lejanos.
Y ese día,
ese día,
aceptas el paisaje.”
Quizá Malvasía va -entre otras cosas- de aceptar el paisaje, de conocer el origen y de aprender en el viaje. Yo, por ahora, estoy intentando entender al personaje.
- Durante esos días solo me quedó encomendarme a la Virgen