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La primera vez que me contaron la historia fue durante el desayuno del segundo día del encuentro. La narradora describía con movimientos de las manos cómo el agua las había succionado hacia adentro mientras intentaban nadar hacia la orilla de aquella playa en El Hierro. Cada brazada las alejaba más de la salvación, decía, y yo asentía comiendo mi tostada.
Después, en el almuerzo, otra persona añadía detalles que no habían estado ahí por la mañana: el pánico cuando se dieron cuenta de que gritaban pidiendo ayuda pero nadie las oía desde la orilla, cómo la corriente invisible las arrastraba mar adentro sin que hubiera olas visibles, sin que hubiera nada que delatara el peligro.

Por la tarde, alguien más que juraba haber estado ahí, aunque yo empezaba a dudar si realmente habían sido tres o cuatro las que se habían metido en el agua aquel día, explicaba la sensación de estar atrapadas en una fuerza que no se ve pero que te domina por completo, que convierte cada intento de escape en un movimiento hacia el abismo. Yo dejé de remover el azúcar y me quedé mirando las ondas concéntricas que se formaban en la superficie del café.

Al cuarto día, la historia había crecido. Ahora incluía detalles sobre cómo una de ellas había perdido una zapatilla, sobre el color exacto del cielo esa tarde (gris plomo), sobre el hombre que al final las ayudó. Hacia el final del encuentro, ya podía recitar de memoria cada variación, cada nueva rama que le salía al relato.

Lo curioso es que cada vez que la escuchaba, me parecía estar presenciando el accidente por primera vez. Como si la repetición, lejos de gastar la historia, la fuera puliendo hasta convertirla en algo más real que la realidad. Me encontré pensando en ella mientras caminaba por las mañanas, imaginando el agua salada en la boca, el pánico subiendo por la garganta como una corriente de retorno interior.

Una noche, mientras intentaba dormir, me di cuenta de que había empezado a soñar con esa playa que nunca había visto, con ese momento de comprensión terrible: que nadar hacia donde crees que está la salvación puede ser exactamente lo que te mantiene perdida. Que a veces la única forma de salir es dejarse llevar primero hacia donde no quieres ir.

Ahora, cuando escribo sobre mis personajes, cuando los veo debatiéndose en sus propias corrientes invisibles, pienso en aquella historia que escuché cuarenta veces y nunca me cansé de escuchar. Tal vez porque reconozco en ella algo que no sabía nombrar: esa forma que tiene la vida de tenerte exactamente donde no quieres estar, nadando en círculos, hasta que comprendes que la lucha frontal solo te agota. Que la salvación, cuando llega, siempre viene de lado.