Skip to main content

A mí, lo de la última residencia me hizo re-confirmar que son las mujeres las que me hacen mantener la fe en la humanidad. No sé si soy la única que, de vez en cuando, la pierde por un rato.

Cuando eso ocurre, suele pasar que de pronto aparece una mujer, o unas cuantas, que sin saber ni por qué ni cómo, y seguramente sin ser ellas conscientes, me ayudan a construir un puente.

A los campamentos de verano, una llega sabiendo que tiene que encajar por ovarios [que es mucho más difícil que encajar por cojones]. Las mujeres sabemos que tenemos que aportar, demostrar, ganarnos nuestro lugar.

Unos días después de la semana en Gran Canaria, una compañera me decía que se sentía insegura cuando tocaba decidir dónde sentarse a desayunar en el hotel.

 

Otra, una noche cualquiera, me confesó que tenía miedo a darse la vuelta y que los demás nos diéramos cuenta de que no nos cae bien.Otra me confirmó que tiene miedo constante a meter la pata y que no se queda tranquila hasta que alguien externo le asegura que todo está bien.

 

Me identifico con todas ellas.

 

 

Yo las miraba y pensaba que no recordaba haber tenido nunca tantas mujeres a las que admirar, todas juntas, a mi alrededor. O igual sí, pero nunca me había detenido tanto a valorarlo.

No eres mi amiga, pero quiero que sepas que te admiro y que me gustaría que lo fueras. Como cuando en los campamentos de verano, un día de pronto te mirabas con alguien y decías: quiero jugar contigo.

No quiero poner atención en esto porque me haya levantado especialmente sindicalista. Tampoco es que me haya propuesto hacer un blog feminista. Me gustaría contaros lo increíbles que están siendo las reuniones con mi tutor y lo instructivos que están siendo nuestros intensos debates.

Pero es que, en el último mes, a más de una nos ha tocado [como todos los demás meses de nuestras vidas, TODAVÍA] escuchar a más de un señor confesando, hinchado como un pavo real, que estaba buscando mujeres para que firmaran no sé qué guion para la ayuda X o la convocatoria Y.

En unos días cumplo 34, y aunque llevo los suficientes años de terapia como para que esto sea lo suficientemente irrelevante en mi vida, sé que, cuando sople las velas, no voy a poder evitar pensar en la frase que tantas y tantas veces me ha dicho [y todavía dice] mi abuelo:

“Las mujeres, hasta los 35, todavía pueden merecer la pena. Luego ya no sirven para nada”.

No quiero caer en anacronismos, pero me queda un año para merecer morir.

Gracias, mujeres de mi entorno, por demostrarme con hechos todo aquello para lo que servimos.. Siempre es más fácil verlo en las demás y más bonito hacerlo acompañadas.