Skip to main content

A la pregunta de “¿qué es lo tuyo?” casi nadie sabe responder. A mis veintiún años me han preguntado muchas veces esto o “qué quieres ser de mayor” o “a qué te quieres dedicar”, y cada vez es más difusa la respuesta a la incontestable pregunta. Cuando uno es pequeño, se permite fantasear y, a la hora a la que aparecen los primeros suspensos en el colegio, comenzamos a descartar. Yo empecé diciendo “físico”, hasta que suspendí Física con catorce años. Poco a poco fui descubriendo una vocación artística particular y me aventuré a decir “actor” en la época en la que vi Mamma mia catorce veces y me proyecté en lo alto de un deportivo rojo de los años cincuenta en el escenario de muchos teatros, pero se me desmontó rápido cuando tuve mi primera experiencia actoral. Yo creo que nuestros sueños son un pasillo en el que la vida son las paredes, el final es nuestro destino y muchas veces las paredes tienen razón. Yo me fui torciendo y retorciendo hasta que me decidí a estudiar música cuando entendí que nada se conseguía sin esfuerzo, porque quise (y esta la mantengo) ser músico. Esa vocación se ha refinado ciertamente y con el paso del tiempo he sabido que lo que deseo con más profundidad es contar historias. Siempre las conté a través de la música, más tarde las conté a través de la poesía, del relato, de la narración…, y ahora solo sé que quiero contarlas de la manera en que deban ser contadas.

La historia que a mí y a mi compañero Joaquín nos trae hasta aquí es, básicamente, nuestra historia. Ahora, tornasolada y morenita de todo lo nuevo, de diferentes perspectivas, de otras historias que la acompañan, luce distinta, aunque sigue siendo nuestra y lo será siempre. Que estemos en IsLABentura es un rebote de casualidades y de valentías que, seguramente, en otros tiempos no habíamos tenido. Joaquín y yo tenemos en común esto de contarnos y contar. Adoramos la expresión artística y cada uno, desde su lugar, trata de hacerlo de la mejor manera posible. Supimos que teníamos que contar esta historia y fui yo quien le dijo “Joaquín, vamos a hacer una serie. Al carajo”. Hay que otorgarle el mérito de, sin dudarlo en ningún momento, —supongo que— pensó: “palante’”. Nunca nos habíamos ni planteado hacer una serie, pero bueno, se trataba de contar una historia y hasta ahora, de una manera u otra, lo habíamos conseguido. Lamentablemente, esta historia se cuenta a la pata coja porque Joaquín no ha podido estar con nosotros en Fuerteventura ni La Gomera por motivos logísticos, pero haré todo lo posible por hacerle justicia.

 

Era media mañana en Gran Canaria y el sol se peleaba con el fresco para ver quién decidía si me ponía o no el abrigo. Yo estaba en medio de una clase de ‘Lingüística aplicada’ en la Facultad y recibí una llamada de un número de teléfono desconocido. Quizá es tener las expectativas muy altas, pero siempre contesto a las llamadas de números desconocidos por si alguna vez es una llamada importante.

—Hola, ¿eres Luis Javier Suárez?
—Hola, sí.
—Mira, te llamo por el proyecto que presentásteis a IsLABentura.
—¡Anda! Sí, dígame.
—Bueno, pues he visto vuestro proyecto, Desde aquí se ve el mar, y estoy interesado en tutorizároslo. Si te parece bien, ¿se lo comentas a Joaquín, tu compañero, y me decís algo?

—Ehhh, sí, claro —como si tuviésemos que pensar algo—. Lo llamo y te digo algo.

—Perfecto. Si puedes, intenta que sea pronto, que tengo que coger un vuelo a Málaga ahora.

—Sí, sí. Lo llamo y te digo.

—Estupendo.

—Perdona, ¿tu nombre?

—Ah, sí, perdóname. Pepe Coira.

La siguiente llamada de teléfono fue a Joaquín y todo consistió en saltos y volteretas que yo no conseguí adivinar a través del teléfono, pero me los pude imaginar. Joaquín me dijo “sí quiero” y ahí comenzó nuestra IsLABentura. Relacionarme con mucha gente nueva al mismo tiempo nunca ha sido una de mis grandes habilidades y era exactamente lo que se esperaba de nosotros en este primer día.

Fuerteventura es una isla que para mí guarda el especial recuerdo de un poema y un viaje concreto. Mis momentos en Fuerteventura son extremadamente singulares y están fundamentados en ese viaje. Siendo Fuerteventura una de las islas favoritas de los grancanarios para sus vacaciones, mi familia nunca se había abonado a esta costumbre de ir todos los veranos. De hecho, hasta hace unos años, solo había ido en forma de ser inconsciente y dependiente, es decir: cuando era bebé. Más recientemente visité la isla en la misma compañía por unas vacaciones en las que lo pasé realmente mal por unos males de garganta que sepultaron todo el viaje bajo la arena, aunque me dio tiempo para leer Luces de Bohemia entre arduos tragos de saliva y tos; y fui hace menos tiempo con mis amigos, en busca de reconciliarme con esa isla que recordaba poco y mal. Durante ese viaje rompí a escribir un largo poema seco-sangrante y terroso que me ayudó a abrazarme de nuevo con el desierto y a enamorarme más de lo que está más adentro y tapado que de la humedad de su silueta. Este viaje nuevo a Fuerteventura sería breve, pero la esperanza era distinta. Esta vez, por influencias de la última, venía conmigo La tía Tula, de Unamuno. Lo cierto es que ese primer día fue terrible en cuanto a lo social se refiere. Hacerme un hueco dentro de un grupo de unas 20 o 25 personas parece sencillo dicho así, pero hay un momento en el que abruma la cantidad de gente, las repeticiones de la misma conversación, la vergüenza que supone hablar de uno mismo, de los proyectos y pensamientos propios, presentarte sabiendo que tu currículum, por nuevo, por joven, por lo que sea, llega a los estertores con tal de llenar una página, escuchar conversaciones que se refieren a círculos demasiado profesionales…, en definitiva, abruma, y más si tenemos en cuenta que no se trata ni siquiera de mi gremio artístico principal.

En cualquier caso, allí se sucedió un encuentro rápido, una foto de familia y un paseo playero hasta el restaurante en el que cenaríamos. Salíamos del hotel y yo, que no sabía si más arriba o más abajo, caminaba por aquella tierra. No sé si por instinto maternal o por qué fuerza sobrenatural, María José (directora del programa) diagnosticó mi soledad (aunque igual prefiero llamarla “compañía evitada”) y pronunció mi nombre a unos metros detrás de mí, cuando venían manteniendo una conversación ella y Arantxa Cuesta sobre los prolegómenos que las habían soltado en ese punto del mapa. Una vuelta, unas preguntas, intercambios de historias, datos sobre Canarias, contrastes con Madrid, conocidos en Mieres, Asturias, y llegamos al restaurante donde, según me había dicho María José, esperaba Pepe, nuestro tutor. Esta cena fue un poco complicada. Aunque de mí no se adivinara una incomodidad ni de mi cara se escapara un mal gesto, fue bien extraño. Llegué, saludé a Pepe y a quienes estaban más cerca en esa mesa apostólica que casi parecía el anuncio de Fairy de la paella que hicieron los de Villarriba y los de Villabajo. En esos alrededores estaban Natacha, Javi, Nacho, Pablo (Borges, porque Pablos hay dos mil [y todos estupendos]), Lorena, Pepe y poco más alcanzable para una conversación de corto alcance auditivo. Todo sucedió como venía diciendo: “¿de qué va tu proyecto?”, “yo estuve el año pasado”, “presento en un festival”. De pronto, mi admiración hacia esa gente crecía al tiempo que mi angustia por creer que quizá no era mi sitio y que se lo debía alguien. Como fuera, sobreviví a esa noche y al trago similar de la mañana siguiente que terminó con una caña en la terraza del hotel, donde viví mi primera sensación de encaje.

Corriendo, fuimos al aeropuerto y en menos de dos horas habíamos cogido dos aviones que, tras un descenso violento, volcánico, vertical, casi de puerto pirenaico y metafórico, nos habían tamizado en La Gomera desde el coladero de las ciudades en las que uno no puede independizarse con un sueldo normal. Aquel fue el verdadero momento de revelación, el “aquí empieza tu aventura”, Hedwig escupiendo cartas en la chimenea del número 4 de Privet Drive.

Los siguientes días en La Gomera lo fueron absolutamente todo. Vivir estos días con Helen, Pepe y Juan Carlos se sintió como dar un paso a un lado en el desastre rutinario que todos asumimos por supuesto y que nos parece normal, en el que nuestro corazón llora más de lo que bebe. Se formó en estos días un triángulo onírico de lo que necesitaba para este viaje, aunque hubiese disfrutado enormemente de un cuadrado completado por mi hermano Joaquín. En una arista, la experiencia de estar junto a Pepe, mientras este barrunta tu sueño junto a ti. En otra, tener a Helen al lado, poder compartir agobios, angustias y experiencias primerizas. Y por último, el regalo de vivir todo eso asidos de la mano de Juan Carlos, cuya ausencia hubiese desembocado en un desastre de tres cabezas margullando por la nada escondida entre el verde de La Gomera.

Fue un auténtico lujo y una pena contemplar una isla ahogada en si misma y explicada por Juan Carlos y por su gente. Es una isla sola y sumergida en soledad que parecía recibirnos como una hoja a una gota de lluvia en medio de una tormenta. No queríamos más ni menos. Era exactamente eso. Y gracias a toda esta experiencia, encontramos en ella lo que nos faltaba para comprometer nuestros proyectos a la realización de nosotros mismos y a la satisfacción de la experiencia de la escritura.

Lamentablemente, (aunque en mi caso, por suerte, porque me gusta estar en mi casa) hubo que volver. Y en Fuerteventura, a la vuelta, hay una historia de pitchs, de showrunners y de niñas post-victorianas de siete años rapeando en una isla perdida en la cintura de África, pero eso es otra historia.

Moriremos y probablemente no sabremos responder a la pregunta de “¿qué es lo tuyo?”, pero a mí me quedará el buen sabor de haber intentado encontrarlo y de disfrutar del camino. Nunca sabré si lo fue escribir relatos, canciones, series, películas, video-albums o cartas de amor sin dirección. Habré escrito sobre todo, habré contado la historia de mis padres, la mía, la de mis restos, habré muerto de silencio. Me convertiré en ceniza y en recuerdos, seré pasado y muy feliz me extraviaré para no haber existido nunca.