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Salgo de casa con unas ganas e ilusión enormes y razones no me faltan; volver a La Palma, reencontrarme con mis compañeros y con las personas que organizan el Laboratorio me inunda de una alegría inmensa. Pero a mi llegada al aeropuerto, toda esa euforia se desvanece como un azucarillo. Mi avión que hará escala en Madrid sale con retraso.

Cuando por fin llego a Madrid, salgo del avión escopeteado. Las pantallas anuncian que la puerta de embarque que me llevará a La Palma se encuentra a diecisiete minutos. Me meto como puedo en el vagón del metro y un mensaje en el móvil me comunica que mi vuelo ha comenzado el embarque. ¡Genial! Mi ritmo cardiaco acaba de dispararse.

Cuando salgo del vagón, un empleado detiene a toda la marabunta. Nos anuncia que no podemos subir hasta que la parte de arriba se vacíe. Me coloco primero delante de la escalera, preparado para otra carrera. Mi estómago ruge, un café ha sido mi único sustento. Veo como el empleado se lleva el walkie a la oreja y doblo las rodillas. Cuando por fin se aparta por miedo a ser aplastado, parezco Usain Bolt. Repaso mentalmente el abecedario para recordar que letra hay delante y de la H. Giro a la izquierda y recupero un poco de aliento al comprobar que he llegado a tiempo. Es más, alcanzo a ver a algunos de mis compañeros al final de la cola y logro un estatus de felicidad suprema que nadie nota más que yo, ventajas o desventajas de tener un rostro inexpresivo, algo que me va a venir muy mal para el pitch de octubre, lo sé.

Ya en La Palma, el reencuentro con el resto supone un nuevo bálsamo de alegría y buena onda. Nos espera una semana intensa de conferencias, talleres, charlas y visitas a los rincones más interesantes de La Palma. Y nada de eso decepciona, los encuentros son amenos y didácticos y la espectacularidad y particularidad de la isla en más que evidente. Aunque reconozco que lo más duro fue ver en primera persona el efecto de la colada, si tienes un mínimo de empatía, su visión te encoge el alma. Solo espero que no se convierta en una atracción turística de selfis sonrientes para Instagram con el volcán y la colada de fondo.

Avanzada media semana toca ensayar el pitch. No lo llevo bien. Me pone muy nervioso hablar en público desde lo alto de una tarima o escenario, hacerlo cara a cara y a la misma altura me resulta mucho más “humano”.

Siempre está el teórico que te dice que hay que salir a hacer el pitch disfrutando del momento, (menos mal que no fue el caso de Carlo D´Ursi) pero a mí me resulta imposible disfrutar del dolor de estómago, la voz temblorosa, el pulso acelerado y el miedo a quedarme en blanco. Supongo que por eso me gusta salir de los primeros, sino el primero, cuanto antes me quite la tirita y deje la herida al descubierto mejor, sanará antes y de paso estoy más tranquilo y atento para escuchar las historias de mis compañeros, algo que sin duda vale mucho la pena porque son unas historias increíbles escritas, además, por personas maravillosas.

 

Antes de iniciar el regreso a casa, soy consciente de que echaré de menos muchas cosas, pero sobre todo a muchas personas. Las conversaciones en el autobús, las charlas en las comidas y cenas y esa copa o cerveza rozando la medianoche. Incluso después de la cena de despedida hubo tiempo para disfrutar (en un extraño local, todo hay que decirlo) de la nocturnidad de Santa Cruz.

Ahora llega el turno de la escritura y la reescritura, del borrador y de la primera versión. De demostrarse a uno mismo que las personas que han visto una historia en tu relato, personas que han invertido tiempo, dinero y sobre todo mucho esfuerzo, no se equivocan. Toca zambullirse de lleno en los personajes de Menuda Banda para que estos cobren vida.