
En Barcelona nos acercamos inexorablemente a la época del año en la que uno se siente el ser más desgraciado del planeta al moverse en transporte público. A medida que la primavera avanza yo me alejo del centro de la ciudad. Es un instinto de supervivencia, supongo. O quizá simple cobardía ante las multitudes sudorosas del metro. Paso la mayor parte del tiempo en el bar de la sala Beckett, que se ha convertido en mi refugio oficial contra la civilización que se derrite. Durante un mes feliz, recibo visitas de amigos que vienen a ver mi obra La cadena del frío. Cada función es una pequeña celebración. Cada conversación posterior una forma de estirar ese momento en el que todavía importas un poco. Luego todo eso se acaba, y me dedico a dar clases. Comienzo a pensar de nuevo en la película.
Me doy cuenta de que no va a ser un thriller. Durante semanas me aferré a esa idea porque los thrillers son fáciles de explicar en una cena. Pero después del paseo que di por la Isla de Lobos solo concibo esta película como una película en la que hombres se transforman en seres marinos, mágicos, en coral y en lava volcánica. ¿Es eso un argumento? Busco respaldo para argumentar que sí. Alice Rohrwacher, Sofía Alaoui, Elena López Riera, Apichatpong Weerasethakul… paso los días viendo películas de ellos y ellas y tratando de analizar cómo consiguen toda esa magia y ese realismo tan visceral y fascinante. ¿Cómo es posible que una película sobre fantasmas sea más creíble que la mayoría de dramas familiares? Tomo notas como si fuera un detective del cine fantástico. Como si hubiera un código secreto que descifrar.
Por suerte tengo las tutorías con Marta Buchaca (gracias. Marta) que consigue disipar la niebla y las dudas que tengo y encauzar la escritura con objetivos nítidos y una pauta alcanzable. Gracias, Marta. Sin ella probablemente seguiría dándole vueltas a si los hombres que se convierten en coral tienen suficiente potencial dramático o si solo son el producto de demasiadas horas de sol en una isla.