
La Malvasía nace en círculos y crece rodeada de lava, viento y cenizas. Quizá por eso es tan especial.
Recuerdo que hacía mucho viento en Lanzarote. Continuamente, desde que aterricé en la isla hasta que la abandoné por mar. Mi pelo se revelaba continuamente molestándome en la cara y resultaba imposible ir mínimamente peinada. Cierto es que no suelo ir nunca muy peinada.
Pienso a menudo en el arranque de la serie, en posibles escenas que abran la (por ahora) única temporada de Malvasía. Una serie que está más en mi cabeza que en cualquier otro lugar. Me imagino entonces un primer capítulo donde Vic, una de las dos protagonistas, sale del coche que le ha llevado por los caminos hasta los viñedos de La Geria, y que nada más poner un pie en el suelo, el viento le azote la cara fuertemente tapándole los ojos. Ella se apartará el pelo para poder ver por primera vez los inmensos campos de Malvasía que cubren hasta la falda del volcán. Creo recordar que algo así me pasó el primer día de localizaciones en la isla, allá por el lejano mes de abril. Siempre mis personajes son un poco yo, y como me ocurrió a mí, a Vic no le quedará más remedio que ir con el pelo recogido en los próximos capítulos.
No sé cómo han pasado ya dos meses pero la serie sigue en mi cabeza dando vueltas como círculos. Aquí mismo me atrevo a confesar que apenas he podido escribir estas últimas semanas, pues la vida no para de darme faena, cosa que es bueno; pero poco tiempo para mí, cosa que es malo. Sin embargo, logro sacar huequitos de vida y tiendo a revisar las miles de fotografías que hice en Lanzarote, con cierta nostalgia y con la sana intención de que me inspiren para poder arrancar ya con la escritura. Entonces suspiro estúpidamente viendo los asombrosos paisajes de esta isla que apenas pude saborear en tres días. Me río a veces al ver mi cara (y mi pelo despeinado) en las fotos que me hacía Katia. Se empeñó en sacar la actriz que llevo dentro, y es que esta mujer para mí ya es especial, como lo es la isla vista a través de una copa de vino blanco. Caigo en la cuenta de la cantidad de círculos que aparecen en tantas y tantas imágenes. Los zocos, los barriles, los cráteres, los posos del vino, las escaleras de Manrique… Leí, pues, textos en relación a esta figura geométrica, como que el círculo simboliza el movimiento, que es un contenedor de energía y que representa el universo; que el círculo es infinito. Me pareció simbólico, quizá mágico, que la Malvasía se rodee de círculos, aunque estos no sean del todo cerrados. Pero cada cepa está solitariamente en medio de un gran hoyo imperfecto y redondo, hecho por la mano del hombre, que tarde o temprano la naturaleza, especialmente los vientos, terminarán por deshacer sin reparo. Y de nuevo el trabajo es reponer esas formas, recolocar la lava, dar espacio a la vid para que el fruto nazca en calma y crezca a sus anchas. Solo así lo hará feliz, madurando a su tiempo. Me gusta la idea de que esta variedad se adapte al clima, a los vientos y a lo que devengan los tiempos. Que aunque el viento intente ocultarla y hundirla en la propia tierra que la sostiene, ella siempre logrará encontrar la salida, con o sin ayuda. Es como si la cepa tuviera un pacto silencioso con la tierra, pues el hecho de que surja de la lava, algo que alguna vez fue destrucción, puede aludir sin embargo a una especie de renacimiento. Mi teoría es que todo esto ocurre gracias al círculo que la protege, que la mantiene infinita, en un ciclo que nunca muere sino que se transforma. Seguramente es una teoría absurda, pero es mi teoría.