Skip to main content
Xavi Suárez

¡se vea el mar!

Nos detenemos a observar el tiempo como si dejara mirarse. Y ya nos gustaría a nosotros detenerlo, aunque fuera del mismo modo que una cámara que fotografía la carretera en la noche con tres segundos de obturación. Pero no hay modo. El tiempo corre y detrás de él solo vuelan nuestras ganas a la velocidad de un recuerdo, pero ni siquiera así conseguimos observarlo o, quién pudiera, tocarlo con las manos.

La cuestión es que estamos viviendo este proceso con las manos preocupadas porque sentimos que esta idea que un día era un niño en una cuna, hoy es arena caliente en nuestras manos. Sentimos que dentro de un tiempo no podremos disfrutar de imaginar cómo será, aunque disfrutaremos de verlo ser. Las reuniones, los espacios, los ratos de guion y el vacío que existe entre la desesperación y la idea, son todos los nombres que le ponemos a nuestro calendario agujereado. Para dos (permítannos) niños de veintiuno y veintidós años, este año es el de nuestras graduaciones. Pero claro, en nuestro caso estamos graduándonos, trabajando, comprometidos con nuestros proyectos personales y soplando las boquillas de los fl o t a d o re s d e n u e s t r a s p e r s o n a s queridas. Porque, al fin y al cabo, el artista se somete a su obra. Y a la de sus hermanos. Hace poco, nos decíamos que los artistas somos las únicas personas a las que nos importa más nuestra obra que nuestra vida. Nos importa más la transmisión del mensaje que las consecuencias personales que tengan. Y, mientras, sobrevivimos gracias a esos que soplan la boquilla de nuestro flotador.

A todo esto, Pepe…, que aprieta, impulsa y cree con un cariño excepcional. Nosotros, a veces, no le correspondemos tanto como nos gustaría. Tampoco sabemos si en algún momento se podrá dar por satisfecha la correspondencia. Que esté atento y pendiente de nosotros nos supone la gran responsabilidad de aprovechar la oportunidad, un regalo tan grande que nunca parece correspondiente y del que cuesta sentirse merecedor. Y al mismo tiempo que lidiamos con esta sensación, nos exprimimos por disfrutar cada momento y por exprimirlo todo de cada palabra que nos dice. Como él dice, tenemos un proyecto “con una identidad distinta” y no queremos que eso se pierda por nada del mundo.

El proceso está siendo peculiar para nosotros, que nos cuesta adecuarlo a nuestro tiempo. Un proyecto de esta magnitud, en este momento de nuestra vida, es el elefante en la habitación. Aunque casi parece el elefante más grande en una jaula donde hay quince elefantes. Aquí es cuando se interponen nuestras obligaciones y se interpone el mar. Un día perdido entre unas semanas que pasaron, Joaquín pisó la Isla durante unos días y por fin pudimos sentarnos cara a cara para hablar, para sufrir y para darle amor con las manos juntas a Desde aquí se ve el mar. Enseguida la conexión brotó como pocas veces. La frialdad de la pantalla y las circunstancias antípodas de uno y de otro, de Madrid y Gran Canaria, de Europa y la Isla, del litoral y la meseta, establecen a menudo un muro entre nuestros ojos y la magia, pero ese día nos bastó un adoquín de tiempo para sacar de dentro de nosotros lo que normalmente nos cuesta días. Estamos en plena modelación y el barro se nos cae, y no lo encontramos, y nos sentimos nadie, y no caminamos. Y al otro día el barro se yergue como el tallo verde y despacito en la tierra brota la higuera.

Pensamos en Tomás Morales y enseguida nos acordamos de aquel poema posterior del primer libro de Las Rosas de Hércules, porque nuestra pupila aún sonda las tinieblas, pero también nos acordamos del poeta gomero, Pedro García Cabrera, que nos recuerda que “un día habrá una isla”. Ellos estaban perdidos en el Atlántico, buscando la tierra. Hay quien se ahoga si le circunda el océano. Y al margen estamos nosotros: entre un montón de picón y lava, esperando el momento en el que desde aquí se vea el mar.