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Dicen que los guionistas se pueden dividir en dos grandes grupos: los guionistas de brújula y los guionistas de mapa.

Los primeros son aquellos que, fundamentalmente, funcionan a golpe de intuición. Consideran que su obra es un organismo vivo y, como tal, va mutando y cobrando forma según vas adentrándote en la historia. En este sentido, se establece una cierta inversión de expectativas, hasta el punto de que es la propia historia quien tiene la capacidad de sorprender e inspirar a su creador… ¡Hola, Oliver Laxe!

Los escritores de mapa, en cambio, corresponden a una estirpe más cartesiana. Su mente estructurada los lleva a delimitar previamente la arquitectura de su historia para que, llegado el momento de la escritura, sepan de antemano cómo llegar a la meta e incluso qué dirección tomar cuando se encuentren una rotonda con varias salidas en mitad del camino.

Reconozco que, como persona insegura y tendente a la neurosis que soy, me considero un escritor de mapa. Necesito saber previamente qué esperar de cada personaje, dónde están los puntos de giro y, sobre todo, cómo termina la historia. En definitiva, necesito tener una escaleta bien cerrada antes de lanzarme a dialogar.

Así que, una vez que he decidido dar por concluida la fase de documentación –aunque ésta, en realidad, nunca termine del todo– he dedicado parte de mayo y todo el mes de junio a diseñar el mapa de “Días de julio”.

Confieso que esta es una de las fases que más disfruto como guionista. Le suelo dedicar el tiempo que sea necesario y, en este sentido, no me importa si me paso un mes sin escribir una sola línea. Al menos, sin hacerlo en el ordenador.

Todo empieza por plantar un corcho en la pared, ir a la papelería y volver con toda la gama cromática de post-it o tarjetas. En mi caso, los post-it corresponden a una fase más primigenia, donde las ideas están muy en bruto. En las tarjetas, en cambio, las ideas ya están un poco más bajadas a tierra.

Cada tarjeta no corresponde necesariamente a una secuencia. Más bien corresponde a momentos importantes de la película que voy añadiendo, quitando o moviendo a través del corcho hasta dar con una estructura que me convenza. De este modo, voy avanzando sin temor a bloquearme ya que, más que escenas concretas, estoy buscando los principales hitos.

Por ejemplo, no sé cómo van a robar mis protagonistas el banco, pero sí sé que aquí es donde deben robar el banco. (Spoiler: esto no pasa en mi peli)

No sé cómo se van a llegar a acostar mis protagonistas, pero sí sé que en este punto de la historia es cuando se tienen que acostar. (Spoiler: esto sí pasa en mi peli).

Este sistema me da a su vez la libertad de poder estar trabajando, por ejemplo, en el primer acto al mismo tiempo que, si se me ocurre una buena idea para el segundo acto, la sitúe –a vuelapluma– sobre el corcho donde crea que pueda ir y trate de llegar a ella.

Así voy levantando paso a paso los cimientos de la casa, sabiendo que ya llegará el momento de alicatar el baño, mientras trato de bajar a tierra todas las buenas ideas que surgieron en el primer encuentro de Islabentura.

Dicho así, cualquiera podría pensar que este proceso está siendo un camino de rosas. O apelando a una metáfora más acorde a mi película, un paseo militar. Pero nada más lejos de la realidad. Porque más allá de los infinitos vericuetos a los que te aboca las escritura, hay una cuestión intrínseca a esta película que dificulta en gran medida el proceso. Me refiero a encontrar la medida perfecta en esa mezcla de Historia y ficción que contiene Días de julio.

¿Debo ceñirme a lo que realmente ocurrió o debo centrarme en mis personajes y dejar la Historia en un segundo plano?

¿Debo ser más riguroso, aunque pierda efectismo, o debo subir las dosis de entretenimiento?

¿Este tono de thriller es el adecuado o debo apostar por el melodrama con algunas dosis de comedia?

Supongo que, en el fondo, la única manera de abordar de manera honesta estas cuestiones es traspasando las fronteras del mapa que uno mismo ha trazado para adentrarse en el territorio: en ese lugar donde habita el corazón de nuestra historia. Y una vez allí, afinar el oído hasta identificar el pulso que la hace única.

Por suerte, mi tutora me está sirviendo de gran ayuda en este aspecto. Cuando me pierdo en un mar de dudas, Arantxa me ayuda a orientarme, actuando como esa buena brújula que siempre te indica el norte.

¡Un momento! Y yo pensando que con mi mapa a cuestas podría llegar a Ítaca…

¿Será que los escritores de mapa también necesitan una brújula a su lado?

¿Habrá que aceptar que las historias aún conservan esa suerte de alquimia que nos impide controlarlas del todo?

Supongo que en esto, como en casi todo, se impone el término medio. Porque, al final, tan importante resulta disponer de un buen mapa para levantar una casa; como de una brújula que te asegure que esa casa que has diseñado con tanto esmero se ilumine tal y como habías soñado.