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Perdonadme.
Pero me voy a saltar la llegada y las presentaciones.
Voy directamente
a una postal.
Una de verdad.
De papel.
De las que mandaban nuestros abuelos a sus hijos.
O nuestros padres a los suyos.
No hacía falta irse muy lejos.
Solo cumplir el ritual:
comprar la tarjeta,
el sello,
buscar un bar,
sentarse con calma
y escribir unas pocas líneas.
Para sellar con saliva
tu dicha
o tu desdicha.

Cada uno de los participantes recibimos una,
con paisajes
de Fuerteventura.
Maravillosos.

Y ahora, el ejercicio:
escribe un mensaje
en tu postal
y dásela al compañero de tu derecha.

Se hace el silencio.

Helena, como el lametón a un sello,
me planta su correspondencia
en la mesa.
La leo.

“Deja que el paisaje te cambie a ti, no al contrario.”

No sé qué decir.
Le doy las gracias con los ojos.

Esa misma tarde cojo el ferry.
Destino: Lanzarote.
Voy directa
a corroborar que todo lo que he escrito va a suceder donde dije.
Que los personajes van a hacer exactamente lo que yo he escrito.

Ahora, sentada en el avión… Escribo un mensaje a una amiga que quiero más de lo que ella sabe.
Le digo:

El mensaje queda también suspendido.
Llegará cuando yo llegue.

De nuevo, la postal de Helena vuelve a mí.
Y pienso
en una piedra gris,
que abre el pecho,
esperando la ola.

Y entonces…

El golpe.
Que rompe.
Que moja.
Que cambia.

Ahí está:
la piedra mojada,
negra,
ahora brilla.