Skip to main content

Son las 9:45 de la mañana. Llevo algunas horas conduciendo y me empiezan a pesar los párpados, así que decido parar en un pueblo de la España profunda [de cuyo nombre no quiero acordarme] a tomar un café. Cuando entro en el único bar que hay en la plaza, una decena de señores de edad avanzada, clavados en la barra del bar con sus carajillos y sus whiskis mañaneros, me repasan con la mirada y comienzan a canturrear al unísono “Hay chichi, hay chichi”.

Me quedo paralizada por un momento. No puedo haber escuchado bien.

Pronto asumo que es su manera oficial de notificarse entre ellos la llegada de ese espécimen poco habitual en ese salón de barítonos: el chichi humano.

Encajado el primer asalto, decido seguir con mi propósito y acercarme a la barra. Cualquier otro día, probablemente me habría parecido repugnante. Me daría la vuelta y saldría por donde he entrado al ver el panorama. Pero hoy me parece tremendamente fascinante poder vivir la experiencia de pasar una mañana en un pueblo donde aún no ha llegado el mensaje de “españoles, Franco ha muerto.”

Un camarero se asoma por la puerta de la cocina al escuchar la anunciación de mi llegada y, al verme, grita hacia alguien que debe haber en el interior: “¡Es verdá, hay un chichi!” y sale para atenderme, fascinado.

Ahora mismo hay muchas cosas que quiero pedir: un brunch, un té matcha con leche de coco, una leche dorada con avena. Pero no hay nadie aquí que pueda entender mi referencia sarcástica a la barrera cultural con la que me encuentro, así que me limito a reírme por dentro de mi propia ocurrencia y pedir, muy seria, un café con leche. De vaca. Con lactosa y todo.

Lo de muy seria es porque la feminista que llevo dentro me pide que no les haga ver que, en el fondo, me está entrando la risa con la situación.

Voy al coche a por el ordenador y me siento en una mesa.

He decidido retrasar lo que queda de viaje y ponerme con el tratamiento. Llevo postergándolo una semana, pero por algún motivo, este pueblo me ha servido de disparador.

Me quedo ahí toda la mañana: un poco escribiendo, un poco espiando sus conversaciones, escondida tras la pantalla. Me imagino sentándome con ellos, bebiéndome unos whiskis como si me gustaran y me pregunto de qué hablaríamos durante horas. Qué papel me gustaría representar frente a ellos.

En ese momento me acuerdo de Anne Carson, diciendo: “Quiero ser insoportable”. Y caigo en que así es Marina, la protagonista de mi serie. De esas personas que siempre van más allá de las cosas, que las cuestionan sin poder evitarlo. Y que, en algún momento, eso que los primeros cinco minutos la podía hacer interesante, acaba volviéndose incómodo para la mayor parte de la gente.

Se me acerca uno de los señores y me dice que se van a fumar un porro para ir abriendo apetito antes de volver a casa a comer. Que si quiero fumar con ellos. Igual me ayuda a encontrar mi musa, me dice.

Otro añade que se ofrece para ser él mi muso. Todos se ríen. Y a mí me entran ganas de reírme también, pero me contengo, repitiéndome por dentro: “quiero ser insoportablemente incómoda”.

Y abro un tapper con piña y les ofrezco un pedazo. Pero no marida bien y la rechazan.

Y pienso en sus señoras, en dónde estarán, si es que las tienen. En este pueblo no se las ve, ni se las oye. Quizá estén entre fogones, o barriendo la entrada de la casa, o colgando la colada, como quien cuelga su bandera de rendición…  O quizá a todas lejos de ahí, riendo y disfrutando de un día de sol y playa, o de unos vinos o de…  En definitiva, en un lugar donde sean algo más que un chichi.