
Escribir un guión que nadie te ha pedido es como una noche loca… con una resaca del quince. Esta semana he escrito la palabra FIN y ahora sólo quiero sentarme en el sofá con la mirada perdida, intentando recordar cómo llegué aquí y deseando (probablemente sin éxito) no haber hecho demasiado el ridículo.
De la noche recuerdo haber escuchado bastante música, haberme reído con algunas conversaciones, haberme colado en un baño con gente y alguna situación en una piscina. Ah, y una oveja. También recuerdo algo de una oveja.
Ahora ha terminado la noche y de pronto no tengo tan claro si lo del baño fue buena idea. También es posible que me haya venido un poco arriba recordando las conversaciones aquellas. Y la oveja… mierda, es muy probable que la secuestrara yo.
Escribir un guión que nadie te ha pedido es lo mejor del mundo. Pero también es lo peor. Es las dos cosas. Es donde te creces y te encoges por igual. Es el lugar donde vas de la mano con todas tus inseguridades. Donde decisiones de las que estabas profundamente convencida te lanzan miradas interrogantes que llegan a convertirse en un gran “para qué”. Por mucho que tengas el feedback de un tutor, el recordatorio de que nadie te ha pedido escribir ese guión es un monstruo que se cuida de acechar en soledad.
Mientras escribía, he tenido mis momentos de bloqueo, de sentirme espesa dialogando y he dedicado un tiempo vergonzoso a poner nombre a personajes secundarios para no enfrentarme al hecho de que no sabía por dónde arrancar una secuencia. Pero también es verdad que he disfrutado lo más grande encontrando ideas nuevas, escarbando en los personajes y desapegándome de algunos planteamientos de escaleta que, una vez bajados a tierra, no terminaban de convencerme. Lo he gozado, sí. Ahora, ha sido escribir la última línea y sentirme como si me hubieran arrancado de cuajo toda la confianza con la que me he enfrentado muchas veces al folio en blanco. Por eso, porque nadie te lo ha pedido.
Una oveja. Es que… a quién se le ocurre.